
Si la micología en el Perú tuviera un árbol genealógico, en la raíz estaría la Dra. Magdalena Pavlich. No solo porque ha clasificado cerca de 5.000 especies y expandido el conocimiento de los hongos en el país, sino porque ha cultivado generaciones enteras de científicos que, como esporas en el viento, han encontrado en ella el ambiente ideal para germinar.
A los 86 años, sigue liderando el ‘Laboratorio de Cultivo de Tejidos Vegetales In vitro’ de la Universidad Peruana Cayetano Heredia, con la misma energía con la que cruzó sus puertas por primera vez en 1961, cuando formó parte del grupo de fundadores de esta casa de estudios.
Oficialmente jubilada hace más de una década, pero en la práctica más activa que muchos jóvenes investigadores, aún dicta cursos, asesora tesis y guía a los alumnos con una paciencia que solo se forja con los años. “Mientras mi cerebro funcione, yo sigo aquí. La ciencia no se abandona, se vive”, dice con esa voz risueña que resuena entre frascos, microscopios y placas de Petri.

Las raíces de una pionera
Su historia con la micología comenzó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, cuando aún era estudiante de biología y el destino la llevó a cuidar la micoteca de hongos patógenos humanos del Hospital Loayza. “Yo era solo una aprendiz de bióloga”, recuerda, pero su entusiasmo y su capacidad la hicieron destacar ante el Dr. Pedro Weiss, un dermatólogo y patólogo sabio y exigente que vio en ella la chispa de una investigadora incansable. Desde entonces, los hongos se convirtieron en su universo, un mundo microscópico que aprendió a descifrar con paciencia y asombro.
Brasil fue su siguiente parada. Con una beca en mano, viajó al Instituto de Micología de Recife, donde en un año absorbió más conocimiento del que jamás imaginó. “Aprendí de todo: hongos acuáticos, patógenos humanos, hongos del ambiente, de plantas”, cuenta con la emoción intacta de quien nunca dejó de aprender. Luego vendrían Argentina, España, Estados Unidos, Japón, China. Su pasaporte es un testimonio de su incansable búsqueda por comprender mejor los organismos que le fascinan.

Cuando regresó al Perú, el país aún no tenía una estructura sólida para la micología. Nunca la tuvo. Fue ella quien comenzó a enseñarla, casi de contrabando, entre sus clases de biología y botánica. “No se enseñaban cursos de micología, entonces ponía clases de hongos donde podía”, dice riendo. Esta científica autodidacta entraba a los laboratorios de química y microbiología de la Cayetano como si fueran suyos, en lo que conseguía tener su propio laboratorio, convencida de que la ciencia se construye con audacia.

Pero si hay algo que la define, más allá de su amor por los hongos, es su amor por enseñar. Para ella, el conocimiento no es un tesoro personal, sino una semilla que hay que esparcir. “Siempre he tratado de aprender para enseñar, para no quedar mal con los alumnos”, dice. Y no solo los formó en las aulas, sino que convirtió su laboratorio en un refugio donde cualquiera con hambre de saber tenía un espacio. “He tenido alumnos de todo tipo, inclusive vienen de otras universidades a consultarme. A los jóvenes nunca hay que negarles el apoyo”, afirma con cariño.
Sus exalumnos lo confirman: ella siempre ha dado libertad para que estudien lo que deseen dentro de la micología. La doctora sabe que la ciencia se construye con curiosidad, no con imposiciones. “Aquí los profesionales no tienen muchas oportunidades laborales, así que yo les doy un espacio. Que investiguen, que pregunten, que se equivoquen”, dice con firmeza.
Esa apertura ha hecho de su laboratorio un pequeño ecosistema de aprendizaje. Entre microscopios y estanterías llenas de frascos, los alumnos exploran hongos con nombres difíciles y colores extraños. Algunos estudian especies patógenas, otros micotoxinas alimenticias. Para ella, lo importante es que sigan preguntándose, que no acepten respuestas fáciles.

Un legado por sostener
Aunque algunos se preguntan por qué sigue aquí, por qué no se detiene, ella lo tiene claro. “Me siento bien, me siento feliz. Esta es mi casa”, dice con la certeza de quien ha pasado más tiempo en el laboratorio que en cualquier otro lugar del mundo. Para ella, la jubilación fue solo un trámite administrativo; su verdadera vocación nunca conoció de retiros.
Pero no es ajena al futuro. Aunque evita pensar en un mundo sin ella en estos pasillos, sabe que la micología en el Perú debe seguir creciendo incluso cuando sus pasos dejen de recorrer estos laboratorios. Ha hecho las gestiones para que sus alumnos puedan quedarse con su espacio, con sus equipos, con el herbario que la Universidad Cayetano bautizó con su nombre. “No es fácil”, dice. “Yo he comprado mis aparatos, los he arreglado, he armado todo esto con mis propias manos”.
Su legado es más grande que sus investigaciones o los cursos que ha dictado. Su verdadero impacto está en la gente, en las generaciones de científicos que ha formado con paciencia y rigor. Ella misma lo dice con naturalidad: “Siempre he dado lo que he recibido”. Y ha recibido mucho. Becas, oportunidades, viajes. Lo que hizo con todo ello fue compartirlo, sembrarlo en cada estudiante que entró a su clase con hambre de aprender.

Ese impacto no solo se quedó en las aulas. Su influencia ha sido tal que incluso sus nietos se dedican a la ciencia. Su nieta, Fiorella Cadenillas, ha seguido los pasos de su abuela: hoy se encuentra en Francia realizando un post doctorado en micología, esperando llenarse de conocimiento para ayudar al Perú a volverse un país líder en esta rama de la ciencia.
La Dra. Pavlich sabe que no podrá quedarse en este laboratorio para siempre. No le preocupa, porque ha construido algo más grande que su presencia. Sus alumnos están listos. Seis de ellos, entre bachilleres, licenciados y doctores, se han agrupado para crear “Perú Fúngico”, un colectivo dedicado a la divulgación científica sobre los hongos. Son ellos los nuevos residentes del laboratorio que dirige la mítica micóloga, y ella los recibe siempre como si estuvieran en casa. Así tiene la tranquilidad de saber que su herbario seguirá creciendo. “La doctora nos está impulsando a todos a presentar nuestras tesis este año. Así podremos ser más micólogos para continuar todo lo que ella ha creado”, me cuenta Brenda Nestares, una de las biólogas residentes del laboratorio.
“Yo me voy a ir cuando ya no tenga calidad de vida”, dice con la serenidad de quien ha vivido como quiso. Hasta entonces, seguirá aquí, cruzando estos pasillos como quien regresa siempre al lugar donde pertenece. Su vida, como la de los hongos que estudia, ha sido un ciclo de crecimiento y regeneración constante. Y su historia, como la mejor de las esporas, seguirá flotando en el aire, lista para germinar en nuevos territorios.