El rancho del presidente Pezet, por Gonzalo Torres del Pino
El rancho del presidente Pezet, por Gonzalo Torres del Pino
Gonzalo Torres

Anochece en Chorrillos, ya el silbato de la locomotora que se aleja hacia Lima va perdiéndose entre el rumor de las olas que besan mansamente el acantilado. Es la hora de las visitas y el malecón se llena de luciérnagas que van y vienen. Son los faroles y candiles de la servidumbre negra que alumbra el malecón y las callejuelas para que sus patrones vean el camino, pero también para que se reconozcan unos a otros bajo el fresco ambiente del estío limeño.

Unos van a la encantadora quinta tusculana de Tenderini, otros al rancho de Derteano, todos a hacer vida social. Algunos están yendo al rancho del presidente Pezet, una hermosa casa de tres pisos y mirador con una escalera de doble acceso que da al patio de decidido aire morisco. Una Andalucía morisca en Chorrillos se refleja en el patio enmarcado por una arquería de madera en celosía. De una fuente ornamental y escultórica de doble piso emanan curiosas volutas de agua, jarrones de mármol con plantas por doquier completan el exotismo en un Chorrillos por demás desértico.

Los criados toman asiento en el zaguán o en los poyos de la entrada y allí se arma una vocinglería paralela a la del interior, en donde el juego de rocambor iluminado por algunos fanales está en su punto álgido. Algunos comentan el sarao de días pasados, otros se pasan de mano en mano una caja de rapé y una parejilla furtiva se adelanta al patio suspirado para alejarse de las miradas reprochadoras. El presidente (así se le seguía diciendo a pesar de haber dejado de serlo hace ya buen tiempo) hablaba de empréstitos, de los cabitos de la escuela militar, pero no hablaba de las indemnizaciones.

A las nueve en punto se servían las tazas de chocolate y algún abuelo patilludo vertía descaradamente un poco de pisco en la taza. A las diez en punto, santas y buenas noches, la villa estaba muerta y apacible.

La muerte verdadera llegaría pronto. El 13 de enero de 1881, el infierno, ebrio de venganza, se ensañaba con aquel balneario de lujo y opulencia en donde las llamaradas, que todo lo consumían, eran el epílogo de una batalla cruenta, la penúltima para defender la capital. El presidente no vería lo que acababa de suceder pues había muerto en 1879, pero su hijo sí, sobre todo a la mañana siguiente en que su herencia familiar, que había resistido hasta el último por ser tienda de la oficialidad chilena, yacía ahora quemada hasta los pies y solo unas rejas chamuscadas sobre la doble escalera emanaban humo de su alma metálica.

Chorrillos volvería a levantarse y a evocar el malecón, siempre el malecón, la razón de ser del balneario hasta el terremoto del cuarenta. Se cayó el malecón y ya nadie se acordó de que Chorrillos era malecón y los ranchos hoy se van yendo de a pocos a donde está el presidente Pezet. Quizás donde esté, él se encuentre su rancho enterito y haya un sarao y todos bailen alegres en ese Chorrillos metafísico que no es el de hoy. El de hoy hace rato se chamuscó.

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