Todas las mañanas Facebook me avisa que tengo recuerdos en mi cuenta. Me veo con mi esposa despreocupados, celebrando nuestras vidas. En otra estoy abrazado con amigos, sudorosos, después de un partido de fútbol. Hay celebraciones de cumpleaños, largos abrazos con mis padres, tardes soñadas de cine y noches de goles en el Monumental.
Después de esa breve dosis de nostalgia, la pregunta que cruza como un rayo mi cabeza es cuánto durará esta anormalidad que nos ha tocado vivir. Cuánto tiempo más seguiremos enmascarados, hablándonos de lejos, encerrados en nuestras casas, navegando entre ríos de lejía y cataratas de alcohol.
Porque veo esas fotos y la historia del hombre que murió esperando una cama UCI golpea, como el drama de los miles que tratan de volver a pie a sus casas o los que esperan una prueba para saber si esas toses, esos ahogos, esos temores son el preludio de un probable adiós.
En ese trance, recuerdo lo que era vivir entre apagones y agua con caca, los amigos que no volví a ver después del paquetazo de Salinas o cómo mi madre volvió derrotada del mercado luego del anuncio del fujishock.
Y recuerdo que en esos años teníamos a Guzmán sembrando de muerte el país, a la pandilla de Polay perpetrando atrocidades, a los asesinos del comando Rodrigo Franco matando sin piedad. Y gobiernos indolentes, tenebrosos, corruptos, que se forraron los bolsillos riéndose de nuestra miseria.
El coronavirus nos ha cogido desprevenidos, pobres y desordenados. Nos está matando, pero no nos ha vencido. Le vamos a ganar.