Cuando las videocaseteras eran un lujo inaccesible, el refugio de los adolescentes ávidos de ampliar sus conocimientos sexuales por mano propia se hallaba en los cines de barrio. La cartelera porno ofrecía producciones estadounidenses y europeas con títulos muy explícitos a fin de mantener vivo el interés de su trajinada clientela.
A los filmes se sumaban shows en vivo en los que carnosas señoritas se despojaban de sus prendas con la ensayada sensualidad de quien vive atrapado por la rutina. El cine Olimpo de la Plaza Manco Cápac, devenido hoy en un supermercado de acceso restringido por causa de la pandemia, era uno de esos palacios ‘striptiseros’ que con la masificación del DVD se vio obligado a cambiar de giro.
Sorpresivamente, el virus, ese maldito enemigo invisible que nos mantiene aterrados en nuestras casas, ha impulsado el resurgimiento del striptease. Pero acorde con los usos de la modernidad, no es más el espectáculo que se realizaba en un cine viejo, de asientos despanzurrados y música de vodevil.
Es un striptease de otro tipo y su escenario son las redes sociales. Con un post o un hilo de comentarios, el desnudista virtual se despoja de los ropajes con que vivió escondido y muestra, de forma descarnada, su verdadera catadura moral. ¿Cuál es? Esa que exige que los presos con COVID se mueran hacinados “porque no tienen derechos” o que esos a los que llama “caminantes” se regresen a sus tierras de donde, clama, nunca debieron salir.
Es un espectáculo chocante porque muchos de los ‘striptiseros’ de ocasión son amigos o conocidos, personas que parecían preocupadas por los demás, que llenaban sus redes con frases de superación o estampitas religiosas.
Se ha repetido mil veces que el nuevo coronavirus ha sacado lo mejor y lo peor de nosotros. Quien lo dijo tiene mucha razón.