Almacenes clandestinos. (Foto: El Comercio)
Almacenes clandestinos. (Foto: El Comercio)
Pedro Ortiz Bisso

No es la primera vez que lo escribo. Es que nunca deja de sorprenderme la inusitada agilidad, la extremada rapidez, la rigurosa diligencia que suelen adquirir funcionarios e inspectores municipales luego de que ocurre una desgracia. Solo en ese momento se agitan, sudan, se encolerizan, ordenan, levantan la voz, señalan. Hacen lo imposible para que veamos que la indignación los consume, su preocupación es genuina, su interés es real.

Todo esto con un batallón de periodistas al lado para que registren el denodado y nunca bien ponderado esfuerzo que realizan sin descanso en favor de la ciudadanía, con el sagrado objetivo de que esa tragedia que el país llora –ayer Mesa Redonda y Utopía, hoy Las Malvinas– no se repita jamás.

En los últimos días hemos visto cómo se desmontan enormes construcciones metálicas que estaban a vista de todos y que, como reza el cliché, “constituían un grave peligro para la integridad de las personas que trabajaban en su interior y las que lo hacían a su alrededor”.

Lo que no se ha podido explicar es que, a pesar del enorme poder económico de quienes las mandaron a construir (en Las Malvinas se habrían perdido 20 millones de soles en mercadería), hasta donde se sabe ninguna de esas trampas de metal había sido pintada con algún tinte que otorgara invisibilidad. Ni se hallaba cubierta por una manta gigante que las disimulara.

Porque, vamos, los contenedores que yacían sobre la galería Nicolini no estaban escondidos. Y ese no es el único lugar de la ciudad con construcciones similares.

Tampoco constituye un descubrimiento señalar que en los alrededores de Mesa Redonda y Gamarra las viviendas se han convertido en depósitos en los que se almacenan productos sin condiciones de seguridad y salubridad.

Todo estaba ahí. Los veían –los veíamos– todos los días. Pero, como suele suceder, nos hicimos los tontos, miramos para un costado, lanzamos alguna tímida maldición al viento o dijimos para nuestros adentros: “¡Ah, la informalidad” o “Qué ingeniosos somos los peruanos”.

Hasta que la muerte volvió a sacarnos de nuestra catatonia habitual.
No son pocos quienes deberán pagar por esta desgracia sin nombre ocurrida en la avenida Argentina. Desde los culpables directos de las muertes de Jovi Herrera Alania y Jorge Luis Huamán Villalobos – sometidos a prácticas esclavizantes–, a quienes les esperaría una pena de entre 25 y 30 años de cárcel, hasta las autoridades, que hoy tratan de eludir su responsabilidad recurriendo a acrobáticas explicaciones.
Pero si queremos que la impunidad no cobre más víctimas, los ciudadanos de a pie debemos hacer un mea culpa. Porque lo vimos todo y, como casi siempre, no dijimos ni 
hicimos nada.

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