Los restos de los militares fueron entregados en los últimos días a sus familiares. (Ministerio de Defensa)
Los restos de los militares fueron entregados en los últimos días a sus familiares. (Ministerio de Defensa)
Pedro Ortiz Bisso

En “Ay, qué rico”, su celebrada recopilación de crónicas citadinas, Jaime Bedoya recuerda el caso de Lorenzo Pelayo Rojas, humilde zapatero y padre de tres hijas, a quien un día creyeron encontrar muerto cerca de su casa, intoxicado de alcohol.

La familia gastó una pequeña fortuna para despedirlo. Vistieron el cuerpo con terno, corbata y zapatos nuevos. Hubo anisado y arroz con pollo en el velorio. Compraron un ataúd y lo enterraron. Cuando aún no habían terminado de secar sus lágrimas, Pelayo reapareció de súbito, orondo, blandiendo su ajetreada libreta electoral para probar su existencia. El enterrado era otro.


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La historia debe haber sido parte de la sobremesa familiar en casa de los Pelayo por años. Es fácil imaginarla contada entre risas, caras de susto y esas pequeñas complicidades que fluyen cuando se comparten anécdotas caseras.

Un lector interesado en decodificar los subtextos de la trama dirá que el Perú informal está resumido en ese tragicómico malentendido. “Simplemente es el Perú”, señalará otro más terminante, con un tono marcadamente pesimista.

Pero hay malentendidos –o que se califican como tal– que en realidad son ofensas. Y de las peores.

El miércoles que se fue, tres jóvenes soldados ofrendaron su vida en Vizcatán del Ene, en el Vraem. Fueron muertos a manos de aquellos que, con displicencia, hemos aprendido a llamar “remanentes terroristas”. De acuerdo con los especialistas, no son más de 400 individuos que, sin embargo, mantienen a raya cualquier intento de las fuerzas de seguridad por recuperar la soberanía en esa zona. El monte es tierra de nadie allí. O, mejor dicho, es tierra gobernada por el narcoterrorismo.

A estos chicos que, como otros, han ofrendado su vida por la patria, les debemos todo. ¿De qué manera les rinde homenaje las Fuerzas Armadas? Pues de la que ni el más negligente pudiera imaginar: confundiendo los cuerpos de dos de ellos.

El cadáver del subteniente EP Tommy Heredia fue enviado a Huancayo y no a Villa El Salvador, donde lo esperaban sus familiares para velarlo.

Los deudos del suboficial de segunda EP Ítalo Pérez Ávila, quienes lo aguardaban en Junín, dieron la voz de alerta. Ellos habían recibido el cuerpo de Heredia.

Lo ocurrido no puede reducirse a un “lamentable malentendido” ni a promesas de “exhaustivas investigaciones”. Es un papelón mayúsculo e imperdonable. Una afrenta para la memoria de estos valerosos muchachos, que ahonda el inmenso dolor que deben soportar sus familias.

No ser capaces de mostrar respeto por quienes entregan su vida por el país explica muchos de los problemas que nos tienen atados como sociedad. Entre ellos, la ineptitud de quienes permiten que el Vraem siga gobernado por una banda de asesinos.

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