Colas en el Metropolitano.

(El Comercio / Anthony Niño de Guzmán)
Colas en el Metropolitano. (El Comercio / Anthony Niño de Guzmán)
Pedro Ortiz Bisso

Orientador del debe ser uno de los oficios más riesgosos que se conozcan, de tanto o más peligro que reparador de torres de alta tensión, entrenador de la ‘U’ o telefonista de call center.

Demanda templanza y un ejercicio de paciencia a la manera de un budista zen por el extremo agotamiento mental que supone cada jornada de trabajo.

Cada día, llueva o truene, estas heroicas almas de chalequito amarillo y gorrita azul deben soportar, con impenetrable estoicismo, cataratas de reclamos, alaridos e imprecaciones de los siempre apurados usuarios.

Así como a veces descargamos nuestra molestia con los telefonistas que nos atormentan con extensiones de líneas de crédito que nunca solicitamos, estos incansables obreros de “¡solo estación central!”, “¡línea 2, avaaaancen!” se convierten en blanco de las frustraciones de quienes llegan a los paraderos sobre la hora y les exigen a gritos que “llamen a pedir más carros”, como si de ellos dependiera la organización del servicio.

Sin que se lo hayan exigido en su currículum vítae, estos trajinados controladores del orden deben utilizar el mismo vigor que La Roca cuando le toca salvar al mundo pero con un fin un poco más terrenal: cerrar las puertas de los buses. Lo hacen apretando los dientes, agitados, con los bíceps reventando, mientras decenas de pasajeros intentan encontrar sitio allí donde no entran más de uno o dos.

Y lo hacen, además, aguantando el mal humor de quienes suben conscientes de la tortuosa experiencia que les espera: viajar con la ropa hecha un acordeón, entre manos y codos inoportunos, el calzado pisoteado y soportando uno que otro avinagrado olorcillo.

Que estas líneas sirvan de homenaje a estos esforzados laburantes del transporte, víctimas de la paralización de la gran reforma que la ciudad exige a gritos, que con el colapso del servicio han pasado de orientadores a administradores del caos que se desata todos los días en los terminales. A la hora que sea.

Y que sirva también como muestra de lo absurda que constituye la pretensión de los concesionarios de los buses de subir los precios de los pasajes.

Junto al tren eléctrico, el Metropolitano es lo mejor que pudo haberle pasado al transporte público después de años de viajar como sardinas, colgados de microbuses destartalados.

Pero con el tiempo, el servicio se deterioró y si sigue usándose es porque, en comparación, resulta mejor que hacerse camino entre la locura que significa transitar por las calles de Lima.

Al momento de escribir estas líneas, el alza no se había concretado. Es una gran noticia. Querer cobrar más por un mal servicio no solo es un despropósito, es una falta de respeto. Es un insulto a la inteligencia del usuario. 

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