Carlos Runcie Tanaka: "Trato de no jugar tanto a la guerra"
Carlos Runcie Tanaka: "Trato de no jugar tanto a la guerra"
Maribel De Paz

Bordeando los 60 años, sabe bien lo que es el roce con la muerte. Con el corazón reconstruido luego de diversas intervenciones quirúrgicas, y habiendo pasado por esa muerte temporal que fueron los diez días de secuestro que le tocó vivir en la Embajada de Japón en 1997, el ceramista alista ahora en el MAC una concisa muestra antológica de veinte años de paciente y ardiente labor. “No soy tan buen ceramista”, afirma (y la fama le da la contra), y recuerda sus inacabables jornadas de trabajo que pueden llevarlo a quemar dieciocho veces una misma pieza. “Son rituales propios de una locura”, confiesa.

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—Hace siete años me dijiste que había llegado el momento de las treguas con uno mismo. ¿Sigue la tregua? 
Empiezas con una pregunta batalladora, y te agradezco, porque es un momento difícil para mí, en el que he recorrido años con un trabajo que ha ido cambiando, y me encuentro nuevamente con la posibilidad de mostrar una obra que quizá había estado dejada de lado en los últimos años. Esta es una muestra donde se privilegia otra vez la mirada al objeto cerámico. Muchos de mis trabajos recientes tienen que ver con otras intuiciones: unas cintas de papel sobre el suelo en el Icpna, o un cordón umbilical que atravesaba todas las salas de la galería Ricardo Palma. Si bien este proyecto iba a ser una tregua porque iba a tener un carácter de distancia frente a mi propio quehacer, hay una serie de objetos puestos en escena por el curador de una manera en que yo no lo hubiera hecho, es una suerte de examen riguroso sobre distintos momentos. Yo pensaba que iba a ser una tregua, pero creo que es una batalla más sosegada. Las batallas para mí han sido casi guerras tremendas de ideas, de forja de trabajo, de conseguir un objeto, han sido las batallas con el horno, el fuego, la arcilla, la metamorfosis de los materiales en mi taller.

—Pero tus batallas han sido también ante la muerte. 
El cuerpo ha sufrido en esas batallas tremendamente. Ahora trato de no jugar tanto a la guerra, no puedo cargar los pesos de antes, no puedo ser el mismo ceramista de hace veinte años. Los años pasan sobre uno y con uno, pero los llevamos con la tranquilidad de volver a ver obras que han marcado esta relación con un territorio al que he decidido pertenecer: la costa del Perú. A temprana edad, cuando regresé de mis viajes por Japón e Italia, lo hice buscando un territorio que es el Perú: la identificación con el paisaje de la costa fue directo. Es curioso que ese sea el tema ahora después de 40 años de andanzas.

—Bordeando los 60 años, ¿cómo ves al ceramista aprendiz de 20 años? 
A veces siento envidia del Carlos Runcie de 20 años, que sentía que podía poseer el mundo y quemarlo, transformarlo, y no había límites. Este es un momento más reflexivo, pero he vuelto a la tierra, a amasar la arcilla, a trabajar en el taller, soy un ceramista más sosegado sin la furia de las piezas que vamos a ver ahora: reventadas por el fuego, cocinadas muchas veces, porque si en el fragor de la guerra salíamos heridos volvíamos otra vez a parchar, a cocer las piezas, a integrarlas y quemarlas. En este proyecto “Litoral”, además, Jorge Villacorta desnuda mi trabajo, diciendo que tengo otra matriz cultural a la cual me acogí como aprendiz de ceramista en Japón, como deshi, y de la cual absorbí las enseñanzas del fuego de alta temperatura, los engobes, las arcillas que se impregnan con el calor y cambian.

—¿Cuál fue la principal enseñanza de tu maestro Tsukimura Masahiko en el Japón?
Lo que Tsukimura me enseñó fue a sobrevivir: en un territorio agreste, en los montes del Japón a 400 kilómetros al sur de Tokio en un pueblito muy pequeño llamado Ogaya, con quince familias que trabajaban con hornos de leña. Me enseñó a buscar arcilla en los montes, a amasarla, a formarla y ayudarlo en las quemas, a cortar los pinos de leña para quemar un horno durante cuatro días de cocciones lentas. Imagínate a un muchacho con 18 años sin luz eléctrica en los montes con una guitarra cantando sus canciones, que era el único asidero con una realidad que arrastraba del Perú.

—¿Y qué cantabas?
Mis canciones, cosas que componía, una especial que se llamaba “Man with no Land”, sobre una persona sin tierra, con una necesidad de aferrarme a un territorio, que es el que he venido buscando con los años, y que es el Perú: la costa que vamos a ver en esta muestra, la cercanía de las formas orgánicas, de los moluscos, y que me hace recordar mi infancia cuando iba por las playas del sur y recogía conchitas en lugar de irme a hacer deporte con otros muchachos.

—¿Cómo fue esa infancia tuya? 
Un muchacho muy aislado, vivíamos junto a la huaca Pucllana y me acuerdo haber corrido por esos terrales, en esas lomas que no estaban todavía limpias con los adobes que vemos ahora. Con un padre cariñoso pero estricto como su propio padre de origen británico.

—¿Qué es lo que más extrañas de tu padre?
Su sentido de conducción, una dirección obsesiva, una disciplina de trabajo total, se levantaba tan temprano a ir a trabajar para que no nos faltara nada, y por eso tuve la protección que me permitió hacer la cerámica que he hecho. En la casa de mis padres tuve una beca desde muy temprana edad, no me expulsaron de la casa como ha sucedido con colegas que tuvieron que dejar sus casas familiares para hacer arte, porque los padres no querían. Mi padre quería que yo trabajara para él, en su estudio fotográfico, pero yo le dije: “Padre, no voy a poder hacer lo que tú haces, voy a hacer mi propia búsqueda”. Fue una afrenta fuerte, pero con los años comprendió que fue lo mejor, porque como ceramista tuve un reconocimiento, y él se fue en paz.

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—Dice Jorge Villacorta que en esta exposición se verán piezas portadoras de alusiones al ritual funerario. ¿Has pensado si te gustaría que, llegado el momento, te entierren con una pieza tuya?
No he pensado cómo me gustaría que me entierren, pero quisiera que todos los que han trabajado cerca de mí y todos los que me han conocido, que me disculpen por el genio tan batallador que he tenido, y si me quieren tirar la cerámica encima son bienvenidos... Los antiguos waris rompían las cerámicas más preciosas porque tenían que ser sacrificadas para vivir en otra vida.

—¿Tienes miedo a ese viaje final?
Solamente pido que no me dejen ir sin cumplir ciertas cosas que todavía no he cumplido: en primer lugar, la protección de mi familia, y lo que más me preocuparía sería no lograr ayudar a otras personas a que también abracen la cerámica como una posibilidad de vida. Yo agradezco la apertura del Museo de Arte Contemporáneo, que reconoce una vida de trabajo, y a una empresa como Repsol que apuesta por un ceramista, por alguien que trabaja un oficio que viene desde hace miles de años atrás en el país.

—¿Qué va a pasar con toda la colección que tienes en casa?
Esa es una pregunta clave, soy un gran acumulador. No sé, mi familia no va a poder continuar con eso. Mi sobrina, que es mi ahijada, hace animación, y solo quiere hacer animación. Cuando ella tenía 13 años yo le dije: “Esto es tuyo”. Y ella me dijo: “No, gracias, padrino”.

—Como tú mismo le respondiste a tu padre.
¡Qué fresco! ¡Querer endosarle a una pobre niña mi problema personal de acumulación y sueño de una fundación de artista!

—¿Eres un artista fragmentado?
Parte de mi dificultad de pertenecer al Perú es que soy muy consciente del lado británico y el lado japonés… Hay piezas que las junto, las pego con arcilla, las meto al horno, y salen soldadas nuevamente, con sucesivas quemas, es un proceso muy torturado, difícil y terco, muy obsesivo, pero en algunos momentos esos fragmentos no se pueden pegar, y entonces creo que hay una fragmentación en mí, y lo único que intento es tratar de mantener esos fragmentos juntos. Que no se dispersen por completo.

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Lugar: Museo de Arte Contemporáneo-Lima (Av. Grau 1511, Barranco). Temporada: del 26 de mayo al 30 de julio.

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