de imaginar, incluso parece de ficción,
pero sabemos por cartas y diarios
que los desconocidos comenzaBritánicos
y alemanes juntos en una gráfi ca que representa la Tregua de Navidad, una prueba de humanidad en medio del horror de la guerra. Tras el episodio fueron confi scados muchos de los regalos que intercambiaron.
de imaginar, incluso parece de ficción, pero sabemos por cartas y diarios que los desconocidos comenzaBritánicos y alemanes juntos en una gráfi ca que representa la Tregua de Navidad, una prueba de humanidad en medio del horror de la guerra. Tras el episodio fueron confi scados muchos de los regalos que intercambiaron.
Dante Trujillo

De pronto un soldado británico de 25 años trepa a un parapeto, salta fuera de su trinchera y, de inmediato, presiente la tensión de los fusiles a su alrededor, cómo su figura es multiplicada a través de cientos de mirillas. La crispación es silenciosa y helada. El soldado, que se llama Willie Loasby, levanta las palmas para demostrar que sus intenciones no son agresivas, que va desarmado.

En la carta de ocho páginas que le escribirá a su madre horas más tarde, acaso para no alarmarla demasiado, evitará dar detalles de lo que pasa entonces por su cabeza: ¿regresa a los momentos más felices mientras espera el tiro que lo termine de oscurecer todo? ¿Recuerda su niñez, el amor, los amigos que quizá no vuelva a ver? ¿Extraña a su familia tan lejos, abrigada y dispuesta a celebrar las fi estas aun cuando la preocupación por él la acongoje? ¿O más bien no piensa en nada para que las imágenes no lo paralicen? En fin, solo tras unos segundos, cuando parece que a ambos lados han comprendido su propósito, Loasby da el primer paso en la nieve.

Y muy lentamente el siguiente. Y así avanza, mientras los brazos que llevan los fusiles se relajan, aparecen las primeras sonrisas, se oyen silbidos y gritos, y el soldado, por fin, termina de recorrer los 36 metros que lo separaban hasta hace solo unos minutos de las líneas enemigas. La gente con la que se venían matando desde hacía semanas estaba tan distanciada como unos vecinos que habitan ambos lados de una calle.

Por los cien años del partido en Ploegsteert Wood, la UEFA honró a los futbolistas de ambos
bandos, y se celebraron partidos amistosos entre ingleses y germanos.
Por los cien años del partido en Ploegsteert Wood, la UEFA honró a los futbolistas de ambos bandos, y se celebraron partidos amistosos entre ingleses y germanos.

Ahí lo espera un suboficial alemán cuyo nombre se pierde en la historia. No se entienden con palabras, pero da igual. Se miran a los ojos, se estrechan las manos y, con ese gesto, se inicia uno de los episodios más conmovedores ocurridos durante cualquier festividad religiosa, la recordada Tregua de Navidad de 1914, cuando un grupo de combatientes decidió celebrar el milagro de la vida en medio de la barbarie.

Lo que sucedió en Ypres, al norte de Bélgica y cerca de la frontera con Francia, no fue el único armisticio de ese año, pero sí el más importante y significativo.

Europa llevaba medio año en una guerra que aún no se llamaba mundial, y menos primera: era solo la Gran Guerra, uno de los eventos más tristes de la modernidad. Como a los demás, a los combatientes del Frente de Flandes les habían hecho creer que sería un conflicto breve, que para fines de año estarían de vuelta en sus hogares. Pero se contaban ya centenares de miles de muertos, y era solo el principio.

Las tropas del imperio alemán avasallaban a su paso, habían invadido Bélgica y pasado a Francia con la intención de capturar París. Los aliados de la zona, británicos en su mayoría, pero también franceses y belgas, resistían como podían el avance en un trazo de batalla que se extendía desde el Mar del Norte hasta Suiza. Y así pasaron las semanas hasta que llegó el invierno, las tormentas de nieve, la noche congelada. Los soldados de ambos bandos sufrían física y espiritualmente en sus trincheras miserables. A la depresión y la morriña se sumaban las enfermedades propias del frío y la desnutrición, además del espectáculo de la muerte como manchas rojas sobre la blancura.

Todo cambió, sin embargo, al caer la tarde del 24 de diciembre. “Hubo algo en las líneas alemanas que, al verlo, hizo que nos frotáramos los ojos. Por encima de sus parapetos observamos lo que parecían pequeñas luces de colores. ¿Qué era aquello? ¿Acaso se trataba de una señal preestablecida, anunciadora de un ataque, o simplemente pretendían picar nuestra curiosidad para que no asomáramos y quedáramos expuestos al fuego de sus ametralladoras?”, escribió en su diario el soldado inglés William Quiton, del segundo regimiento de Bedfordshire.

Lo que ocurría es que, entre otras chucherías para levantarles la moral, los alemanes habían recibido pequeños abetos para animar las fechas. Y se les ocurrió decorarlos con velas y candiles. Sin embargo, recién comenzaban las sorpresas, pues, siguiendo con Quiton, “ocurrió algo todavía más curioso. ¡Los alemanes cantaban! No con voz muy fuerte, pero estaban cantando de verdad”. Y era cierto. Borrachos y nostálgicos, comenzaron a entonar villancicos y canciones populares como la austríaca “Stille Nacht”, o “Noche de paz”, que provocaron un contrapunto desde las barracas del frente. Cada una con sus tradiciones y su lengua, pero unidas por la misma melancolía. Así siguieron toda la noche, que fue buena. Al amanecer del día de Navidad, nuevamente los alemanes dieron señales de concordia. Fue entonces cuando Willie Loasby comenzó la caminata que dio inicio a la calma. 

Las treguas así se dan entre bandos que se encuentran especialmente cerca, pues solo pueden confraternizar quienes se hallan próximos, como si la cercanía física ayudara a humanizar al otro. Lo más bonito de aquel armisticio fue su naturalidad: no estaba previsto ni tenía reglas; por el contrario, fue reprendido severamente por la oficialidad mayor.

Lo que siguió esa jornada fue tan sencillo y emocionante que es difícil de imaginar, incluso parece de ficción, pero sabemos por cartas y diarios que los desconocidos comenzaron a charlar animadamente, a mostrarse fotos de sus familias, a beber, a compartir lo poco que tenían. Intercambiaban schantz por whisky o el infame gnôle francés; pan blanco por negro; tabaco, postales, chocolates, carne, salchichas, pudín y periódicos para conocer lo que se decía en el otro bando. Los barberos trasquilaban gratuitamente, los que llevaban instrumentos tocaban, los pastores daban misa en distintas lenguas y credos. Los heridos fueron tratados por los especialistas, sean de donde fueran. El historiador inglés Stanley Weintraub cuenta que incluso se ayudaron mutuamente a cavar fosas, y asistieron a sus ceremonias fúnebres.

Fueron muchos los detalles que hicieron memorable esa Navidad, y la literatura, la prensa, el cine y hasta la publicidad* se han encargado de mantener viva su magia. Sin embargo, el clímax llegó redondo, con forma de balón.

Parece que la pelota la llevaba un escocés, uno de los 16 miembros de los Hearts de Edimburgo que se apuntaron como voluntarios. De inmediato se corrió la voz, y cada equipo señaló los arcos con sus cascos. “No era sencillo jugar en un lugar congelado, pero eso no nos detuvo. Mantuvimos las reglas del deporte a pesar de que el partido solo duró una hora y no había árbitro”, escribió en una carta el teniente alemán Johannes Niemman. Fue un encuentro reñido, y sin duda alentado como pocos. Los germanos ganaron por tres a dos. Si el fútbol es el más bello de los deportes, este debió ser el más bello de sus partidos.

Al final, la tregua fue desvaneciéndose poco a poco, pese a que el ánimo de los soldados les impedía volver a la guerra. Pero los superiores tenían órdenes opuestas a la confraternización. Se confiscaron cartas, fotos y presentes, incluso hubo fusilamientos, sobre todo entre los franceses. “Estas cosas no deberían pasar en tiempos de guerra. ¿No tienen los soldados alemanes sentido del honor?”, escribió el entonces cabo Adolf Hitler. 

Con el Año Nuevo silbaron las primeras balas. 

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