Rostros y enigmas de Cristo
Rostros y enigmas de Cristo
Dante Trujillo

Si hubiese muerto este fin de semana, habría nacido en 1984: sería un millennial. Y aunque quizá hubiera empleado también soportes convencionales –libros, entrevistas, apariciones en programas de TV–, sin duda su prédica se habría dispersado principalmente a través de las redes sociales: tendría canal de You Tube, página en Facebook, cuentas en Instagram y Twitter manejadas por sus apóstoles; alguno de ellos hubiera añadido un michi precediendo su nombre. Porque si de lo que se trataba era de transformar la realidad del mundo, el hijo de Dios tendría claro que la revolución no se televisaría, sino que llegaría en memes y revelaciones de 140 caracteres.

Con el correr de las semanas –ya no habría que esperar años– veríamos hasta el hartazgo los videos de su sacrificio, y los colectivos saldrían a las calles a reclamarle al imperio por tamaño atropello. Je suis Jesús. El planeta entero se dedicaría a hurgar con otros ojos y mayor atención quién era este hombre, qué era lo que decía y por qué tuvo que morir de esa forma. Y aunque pudiera tomar más tiempo convertir el movimiento de sus fans en religión, eso sí, a diferencia de lo que pasó con el verdadero Cristo, todos, ya mismo, sabríamos exactamente cómo era. Cómo fueron su cara, su apariencia, su voz. Al menos eso sería una verdad incuestionable. Hoy, cuando supuestamente la imagen lo es todo, no sabemos si ello contribuiría a su causa.

EL RETRATO IMAGINADO

Puede resultar inquietante pensar que el rostro que más veces veremos impreso o pintado o tallado a lo largo de nuestras vidas no haya existido. Al menos no como lo conocemos. Se trata, claro, de una representación del sujeto real. Ahora bien, una típica y muy válida pregunta infantil es: ¿por qué si Jesucristo fue palestino lo vemos siempre como un caucásico? Y más: ¿era flaco y alto? ¿Tenía el pelo largo, barba que fue mutando de rubia a marrón? Todavía se recuerda ese póster ochentero de “Se busca”, que empezaba diciendo: “Jesús de Nazaret, galileo, 33 años, barba y cabellos al estilo hippy…”. Ofrecía de recompensa la eternidad.

¿De dónde salió esa idea tan presente en el imaginario colectivo, si en todo el Nuevo Testamento no hay ni una sola descripción de su físico? No sería profano decir que tuvo que ser inventado: es más fácil creer en alguien que tiene cara. El héroe de una campaña como la cristiandad necesitaba un rostro, y entre curas y artistas tuvieron que darle forma en la Europa medieval.

Más allá de las réplicas multiplicadas, se quiere suponer la existencia de al menos cuatro reliquias impresionadas por el cuerpo de Jesucristo: el Mandylion, el Santo Sudario de Turín, el Pañolón de Oviedo y el Velo de la Verónica. El primero se basa en un mito del siglo IV según el cual el rey Abgaro V de Edesa le habría escrito una carta a Jesús pidiéndole que lo sanara de una enfermedad, y que este le mandó de vuelta una tela con su cara impresa. Durante los siguientes siglos la tela cambió de manos y locaciones, para terminar, desde el siglo XVI, en la capilla papal del Palacio Apostólico del Vaticano. El problema con el “Rostro de Edesa” es que basta un segundo para comprender que se trata de un dibujo.

Los sudarios de Oviedo y Turín, conocidos recién desde los siglos VII y XIV respectivamente, son pedazos de lino que reflejan la imagen de un hombre presumiblemente crucificado. Mientras el de Oviedo muestra la misteriosa impresión de algunos huesos, el que está en la catedral de Turín revela claramente los rasgos corporales del cadáver que envolvió, especialmente su rostro que, sí, se parece mucho al que reconocemos. Sin embargo, los inconvenientes llegaron con la ciencia: se demostró que la tela empleada en ambos provino de los tiempos de su difusión. El carbono 14 no cree en nadie.

Finalmente, desde el siglo VIII, con la consagración de una capilla en Roma, se tiene conocimiento del Velo (o manto, lienzo, paño) de Verónica. Esta única captura de la cara de Ecce Homo, el Cristo doliente presentado por Poncio Pilatos ya camino al calvario, no se halla documentada en ningún pasaje de los evangelios canónicos, sino apenas en el apócrifo de Nicodemo. En resumen, la historia cuenta que una mujer –que había sido curada por Jesús de desórdenes menstruales– le alcanzó al Salvador una tela para que pudiese enjugarse el sudor y la sangre durante su pesaroso recorrido, quedando su tez transferida automática y milagrosamente a ella. Si la mujer existió, no se llamó Verónica: la palabra proviene de vera icon, verdadera imagen. No hay manera de estudiar el paño original y ver qué tez mostraba, pues, según la leyenda, se encuentra dentro de un pilar de la basílica de San Pedro. La Verónica fue exhibida hasta el siglo XVII, suficiente para ser copiada muchas veces y para hacerse luego copias de las copias. De esa multiplicidad de caras con rasgos afines proviene nuestro Jesucristo.

TRATAMIENTO FACIAL

Bonito igual bueno, feo igual malo. Se trata de una especie de verdad inconsciente y transcultural. Por ello, la encarnación de Dios debía ser preciosa. El arte bizantino y medieval muestran aún un Cristo de moderada belleza, meditabundo, incluso taciturno. Fue con la llegada de esa insólita explosión artística conocida como Renacimiento que se terminó de dar forma (y cara) al arquetipo cristiano: Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, Donatello, Tintoretto, Caravaggio, Zurbarán, El Greco, Ribera, Rubens, Rembrandt, Velázquez, entre muchos otros entre los siglos XV y XVII, sea atendiendo los pedidos de quienes los contrataban, sea por propia e inspirada voluntad, (re)crearon al hijo de Dios a imagen y semejanza de un hombre de esos tiempos, siguiendo los patrones estéticos imperantes para crear obras maestras que nos siguen conmoviendo.

Unos lo muestran pletórico, casi un titán; otros, doliente y oscuro. Todos, hermoso. Se trata de un europeo guapísimo (lo mismo adulto que niño, como su madre), rodeado de ambientes, personajes, trajes y escenarios que poco tenían que ver con los que correspondían a un nazareno zelote que había vivido 1.500 años atrás. Vamos, que era el mismísimo Dios, el que hacía milagros y vencía a la muerte. Ello, además de sugerir un plan de márketing religioso –nadie querría adorar a una divinidad feúcha, ni se podía colonizar un pueblo de salvajes teniendo por insignia a uno que parecía otro salvaje–, mostraba el desconocimiento o ya el desinterés por representar la realidad real. Es decir, o era a propósito, o simplemente los guardianes de la fe no tenían capacidad de pensar en el otro.

Fue cuando comenzaron a calar, primero, los movimientos protestantes, y luego los humanistas, que empezó a cuestionarse la idealización física de Jesucristo. “Al ir quebrándose el viejo dominio de la Iglesia sobre la interpretación y el sentido de Dios (algo que podemos rastrear en Lutero, pero también en Copérnico, Galileo, etc.), cae el control sobre la representación de Cristo”, explica el crítico de arte Max Hernández Calvo. Surge el individualismo, que presupone la liberación del puño eclesiástico sobre el pensamiento y la creación. “En otras palabras –sigue Hernández Calvo–, hablamos del largo camino filosófico y político hacia la libertad de expresión”.

Ello encauza y a la vez corre junto al desarrollo de las posibilidades expresivas, reinventando las maneras de representación. Las imágenes se van liberando del peso sacro y de mecanismos de control, pudiendo ser usadas más libremente, no solo de forma crítica, sino incluso dentro de la misma religión. “Piénsese en ‘El Cristo amarillo’ de Paul Gauguin y demás piezas próximas a la fe que rompen con el canon artístico-religioso –añade el crítico–. Las posibilidades de representación ‘no virtuosa’, no académica, suponen una suerte de democratización de la producción visual, porque no demandan un entrenamiento técnico especial para ser aceptadas, validadas, circuladas y consumidas”.

Desde los retratos bizantinos hasta su llegada a los memes, el viaje del rostro de Cristo fue tan largo y evolutivo como el del arte que lo representa.

(YOUR OWN PERSONAL) YISUS

En 1898 Georges Hatot y Louis Lumière filmaron “Vida y pasión de Jesucristo”: sería fantástico estar en la mente de un creyente de la época viendo por primera vez a Jesús caminar, departir, sufrir como el humano que también era. Esa humanización –en todo sentido– del Salvador pareciera marcar la ética de arte religioso de los últimos cien años.

El cine, un arte de inéditas posibilidades expresivas y propagandísticas, refrescó la presencia de Jesús en la vida de millones en todo el mundo. Ello explica el éxito que siguen teniendo los clásicos de Semana Santa, donde se conservan los fenotipos europeos pero ambientados y presentados de maneras que se pretenden más cabales. De eso a adaptaciones rockeras (“Jesucristo Superstar”), desopilantes (“La vida de Brian”, de Monty Python); osadas (“La última tentación de Cristo”, de Scorsese, basada en la novela de Kazantzakis); o supuestamente hiperrealistas (“La pasión de Cristo”, de Mel Gibson), era solo dejar que la historia hiciera su trabajo y experimentase.

Las artes pictóricas siguieron explorando el tema: luego de la inquietante verónica de Gabriel Von Max –donde Jesús, muy en 1915, parece mirarnos con los ojos cerrados–, los Cristos de Dalí, Chagall, Botero o Guayasamín son más lúdicos, libres, acordes con sus respectivos proyectos estéticos, apelando a esa otra acepción de humanidad: la que refiere a la cercanía con los creyentes, a la empatía de Dios. Y es que, con la gran transformación que se dio tras la Revolución Industrial, cuando la cultura comenzó a cuestionar prácticamente todo lo establecido, se puso en entredicho también lo sagrado.

Nunca hasta el siglo XX se habían escrito novelas con Jesús –el hombre– como protagonista, y ahí están los trabajos del citado Kazantzakis, Mailer, Saramago, incluso Christopher Moore o Dan Brown para “humanizarlo”. Fueron, sin embargo, las artes visuales, las que fueron más potenciadas con las novedades tecnológicas y culturales, las que trabajaron más el asunto, sea para difundir el ícono, sea para interpelarlo, sea, también, para poner su valor en entredicho. Lo cierto es que Jesucristo nunca estuvo tan cerca de nosotros.

Por el lado propagandístico destacan los trabajos de los artistas adventistas como Harry Anderson o Nathan Greene: imágenes de Cristos gigantescos abrazando Manhattan, o acercándose hasta un rascacielos para tocar la ventanilla de una oficina en las alturas; retratos donde el Señor asiste a cirujanos o acude a reuniones de negocios. Su propósito es casi utilitario: por eso en la página web de Greene se puede comprar un USB con algunas de sus imágenes seleccionadas, a fin de proyectarlas en cultos o centros médicos.

En este subgénero descuella también Stephen Sawyer: en su web (art4god) encontramos a Jesús hipermasculinizado, hormonal, casi una fantasía erótica en smoking, impidiendo que un adicto se intoxique o vestido de boxeador. El artista explica: “Difícilmente hubieran podido narrarse escenas como el ataque de Jesús a los mercaderes del templo si el protagonista de la historia hubiera sido un debilucho. Era un carpintero de clase trabajadora, seguramente su cuerpo era fuerte y musculoso porque era su herramienta de trabajo”. Para un contemplador lego, sin embargo, todo esto puede parecer más bien lo opuesto a lo pretendido, resultando inverosímil, kitsch, cursi, involuntariamente gracioso.

Merece la pena revisar el trabajo de Duane Michals, el fotógrafo que retrató a un Cristo como un muchacho común y corriente en escenarios ídem de la ciudad de Nueva York: nunca lo habíamos visto tan como uno de nosotros. Pero tampoco lo habíamos visto como soporte para chistes automáticos, hasta que llegaron los memes.

“Este siglo es el de la caída de los grandes relatos”, dice el antropólogo Raúl Castro. La reciente crisis de prestigio y representación de la Iglesia vino a dar en plena era del cinismo, cuando poco queda por respetar. Así, los grandes relatos ordenadores (como el de Cristo), devinieron pop gracias a las tecnologías de reproducción y divulgación. Como los memes de Jesús (o “Yisus”), propalados en Estados Unidos desde el 2004. Castro explica: “Meme: unidad mínima de significación cultural. Se sustenta en una figura, ícono o idea que puede masificarse y expresarse en múltiples formas acorde con cada contexto, pero sin perder su idea primigenia”. Uno puede pensar que se trata de un uso sacrílego de la figura cristiana. O no. También habla de la vigencia del ícono, de su valor de reconocimiento universal, de lo último que le faltaba al hijo de Dios para ser uno de nosotros: hacernos reír. Quizá por eso una señora de la localidad de Borja, en España, redibujó el Ecce Homo de su parroquia, y cuando vio el resultado le pareció que ese meme involuntario estaba bien, que ese muñeco también era su Dios.

La coda justa de esta historia de la cara de Jesucristo llegó en diciembre del 2015, cuando un académico inglés, recurriendo a la tecnología forense, recreó el que sería “el verdadero Cristo”. Y, como para responder a los niños preguntones, nos reveló una divinidad morena, de nariz ancha, pelo ensortijado, robusto.

Leonardo, Rafael, Miguel Ángel: sacúdanse en sus criptas.

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