Artacho en su taller barranquino, donde alista una nueva exposición para octubre. Antes, en el 2014, trabajó los platos de la inauguración de Astrid & Gastón en la Casa Moreyra.
Artacho en su taller barranquino, donde alista una nueva exposición para octubre. Antes, en el 2014, trabajó los platos de la inauguración de Astrid & Gastón en la Casa Moreyra.
Maribel De Paz

Allí donde otros solo ven desechos, hay quienes saben ver también posibilidades. Echando mano de resina, polvo de oro y fragmentos de piezas rotas, la tradición japonesa del kintsugi no solo implica la recuperación de vasijas y demás obras de cerámica. Este arte de la reparación es también un contundente alegato sobre la resiliencia y el poder sanador del arte: asuntos que la peruana Roxana Artacho conoce bien.

Aguerrida reportera gráfica, Artacho se mudó a Rusia en los años noventa buscando una vida más apacible, sin saber que el destino le daría la contra. Luego, abandonaría el Viejo Continente para afincarse en EE.UU., donde retomó una pasión que llevaba dormida: la cerámica. Hoy, este trayecto vital la ha llevado a compartir ruta creativa con el chef Virgilio Martínez, con quien pronto pondrán a la venta una serie de obras hechas con los fragmentos de aquellas piezas que también se fueron quebrando en el periplo vital del capitán del premiado restaurante Central. Mientras ultima detalles de este proyecto, Artacho nos recibe en su taller barranquino para hablar del poder sanador del arte.

Ceramista y fotógrafa, Artacho trabaja el kintsugi: la técnica japonesa de reparar piezas rotas con oro.
Ceramista y fotógrafa, Artacho trabaja el kintsugi: la técnica japonesa de reparar piezas rotas con oro.

—Luego de haber dejado la cerámica durante décadas, ¿cómo llegas al tema del kintsugi?
Cuando comencé a hacer vasijas en Los Ángeles, California, algunas de ellas se iban rompiendo, y en lugar de botarlas las iba poniendo en una caja. En ese momento no sabía para qué, pero las fui guardando junto con otras piezas que se fueron rompiendo en el transcurso de los años. Hasta que hubo un quiebre en el plano emocional que me llevó a esta técnica japonesa de reparar las cicatrices con oro, que tuvo que ver con el proceso de mi vida en el que yo regresaba al Perú y me estaba divorciando.

—¿El arte como vía de sanación?
La arcilla es sanadora, catártica; ahí puedes volcar tus emociones y te va a decir cómo te sientes a través de sus grietas, de cómo va evolucionando esta tierra y las piezas que vas haciendo. Me llena de satisfacción ver el proceso de las personas que vienen a mi taller quizá con mucha ansiedad y comienzan a cambiar, y también su entorno. En mi caso, agarrar la arcilla es ese proceso maravilloso en el que me desconecto y me olvido de todo lo que tengo al lado. Hay gente que va al psicoanalista. Para mí es esto. Es mi pasión, y es así como voy hilando procesos de mi vida.

Resina y polvo de oro son los elementos principales empleados en la técnica oriental del kintsugi.
Resina y polvo de oro son los elementos principales empleados en la técnica oriental del kintsugi.

—¿Y cómo describirías la resiliencia?
Creo que no solamente se trata de soportar el fracaso, sino de salir fortalecido de él. Es saber tolerar adversidades, anticipar una crisis, crear planes de acción, aceptar tu realidad. Es la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a los obstáculos. La vida está repleta de grietas, y la resiliencia te devuelve la oportunidad de recomponer tu alma, de resurgir con fuerza.

—Tú viviste en Rusia. Saliste del Perú en pleno fujimorato.
Sí, salí de Lima en el 93. Me fui como fotógrafa freelance a Moscú, donde viví cuatro años, hasta que me fui a Los Ángeles y me metí de lleno a estudiar cerámica. Fue un momento bastante difícil, porque me fui a Moscú con unos duelos no procesados, después de haber perdido a mis padres. Era una época de violencia; Sendero Luminoso y las cosas que se cubrían eran bastante duras. Entonces, pensé que en Moscú iba a ser una vida tranquila, y pues no, vino lo de Chechenia y mi cuerpo colapsó.

Artacho en su taller barranquino, donde alista una nueva exposición para octubre.
Artacho en su taller barranquino, donde alista una nueva exposición para octubre.

—¿Por qué volver luego al Perú?
Por un lado, mi hija terminaba la primaria y yo sentía que si se quedaba en Los Ángeles iba a haber una desconexión con sus raíces. Y yo tenía la necesidad de regresar al Perú a hacer este trabajo que me encanta. El Perú es mi casa, mi pertenencia, mi espacio. Aun así sea un caos.

—Un país de desigualdades: un tema que también has abordado antes.
Sí, en el 2016 expuse una bipersonal en el Museo de Arte Contemporáneo que se llamó “Separación”, y que tiene que ver, justamente, con esa desigualdad global en todo ámbito, racial, de clases; pero tiene mucho que ver también con mi separación de pareja, o sea, el tema social integrado con mi vida.

—Y hablando de desigualdades, ¿cuál dirías que es esa herida permanente que tenemos como mujeres?
No ser reconocidas. La mujer siempre está por debajo del hombre. En el Perú hay un machismo terrible que viene de las mujeres, en cómo educan a sus hijos, en hacerlos ‘machos’ de alguna manera. Si tienes una hermana es “Tiende tú la cama” o “Lava tú los platos”, ese tipo de cosas que no solamente hay en las familias peruanas, sino latinoamericanas.

Roxana Artacho

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