Ansel Elgort y Kevin Spacey en una escena de "Baby Driver". (Foto: Difusión)
Ansel Elgort y Kevin Spacey en una escena de "Baby Driver". (Foto: Difusión)
Sebastián Pimentel

Es un homenaje a Hollywood con la cualidad de beber, concienzudamente, de una forma de vida inventada por el cine. La materia prima de “Baby: el aprendiz del crimen” está poblada por gángsters de ficción. Más que el gángster real, se trata del que inventaron las películas de cineastas como Hawks, Walsh, Ray, Scorsese, De Palma o Tarantino. Es el crimen revestido de glamour, estilizado o romantizado lo que le interesa a Edgar Wright, el director de “Baby: el aprendiz del crimen”. 

Pero hay que advertir que este tributo al cine gángster tiene algo de crepuscular y de la mirada distanciada de alguien que no pertenece a este universo. No por gusto el protagonista se llama Baby, interpretado con mucho acierto por Ansel Elgort. Protagonista absoluto, este joven –casi adolescente– vive con su padre adoptivo (CJ Jones), anciano afroamericano que, en su silla de ruedas, observa cómo su hijo crea coreografías para cada una de las canciones que escucha a través del iPod. 

Lo que Baby trata de ocultar a su padre es que trabaja para la mafia liderada por un tipo al que llaman Doc (Kevin Spacey), cuyo rostro y acerados diálogos recuerdan la dura ironía que escupía Edward G. Robinson en los clásicos de los años 40. A fin de cuentas, lo que esta historia propone es la sobrevivencia del mundo de los jóvenes bajo la égida de los adultos. En ese sentido, el filme tiene mucho más de “Rebelde sin causa” (1955) que de “El padrino” (1972) o de “Buenos muchachos” (1990). 

Obligado a pagar una deuda a la mafia, el chico de jeans y gafas oscuras debe usar todo su talento al volante para lograr el escape en diversos atracos de bancos ideados por el misterioso gángster interpretado por Spacey como si fuera una variante lacónica de su personaje en la serie “House of Cards”. Así, la mitología del crimen se complementa con la de las carreras de carros a toda velocidad. Baby casi no habla, es un autista brillante, muy a tono con estos tiempos, y consigue escapadas excitantes, con algo más de realismo que las formidables piruetas de “Rápidos y furiosos”. 

“Baby: el aprendiz del crimen” se convierte rápidamente en un manifiesto juvenil al que hay que reconocerle buenas ideas y sofisticación. El héroe, con una falla auditiva por un accidente familiar, padece un ensimismamiento que exaspera al equipo de viejos malhechores con el que trabaja. Y es que los jóvenes rebeldes de antes gritaban, como James Dean, o hablaban sin parar, como Matthew Broderick en “Ferris Bueller’s Day Off” (1986) o Michael J. Fox en “Volver al futuro” (1985). Aquí el personaje de Ansel Elgort apenas habla, pero sabe caminar y bailar al son de éxitos de T-Rex, Beck, Commodores o Queen. 

Otro aspecto valioso es que la película es una fábula que se detiene, con la filigrana de un musical de antaño, en el arte de hacer de la vida un estilo. El protagonista roba bancos mientras escucha sus hits favoritos a todo volumen. Evasión o protesta, hace de su vida un acto estético que lo lleva a otro plano de la realidad. Así tenemos dos películas en una: la de los hampones y la principal, que es la de Baby, el muchacho que está secuestrado por una deuda eterna con Doc. 

Hecha de tomas sin demasiados cortes y con un trabajo formal que juega con el clasicismo de viejo cuño, el filme tiene también múltiples referencias a los clásicos de Tarantino o del mítico John Hughes. Finalmente, propone un futuro que mira al cine y a la vida sin cinismo –el romance con la mesera del restaurante (Lily James) lo atestigua bien–. Así, “Baby: el aprendiz del crimen” empieza como ejercicio de estilo y termina como una confesión de amor. La mejor cinta de Wright hasta la fecha. 

AL DETALLE
Calificación: 4 estrellas de 5
Título original: “Baby Driver”.
Géneros: acción y thriller.
Países y año: Reino Unido y EE.UU., 2017.
Director: Edgar Wright.
Actores: Ansel Elgort, Lily James, Kevin Spacey, Jon Hamm.

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