"Logan": Hugh Jackman y una familia con garra
"Logan": Hugh Jackman y una familia con garra
Juan Carlos Fangacio

Si hay un héroe perfecto para protagonizar una película sombría, ese es Wolverine. O Guepardo o Lobezno, como quiera llamársele. El mutante más querido de la saga X-Men ha sido siempre el prototipo de antihéroe que mejor ha funcionado en la cultura popular de fines del siglo XX e inicios del XXI. Probablemente fue la guerra de Vietnam el punto de quiebre para el concepto clásico de la heroicidad. Por eso un hombre invencible como Superman dejó de ser verosímil, por eso el Batman de Nolan tuvo que subrayar sus traumas del pasado para lucirse en carne y hueso, por eso Wolverine nunca ocultó todas sus contradicciones y matices. 

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“Logan”, la más reciente de las películas del Universo Marvel, le pone punto final al personaje después de casi dos décadas de producciones. O al menos cierra su ciclo con Hugh Jackman encarnándolo después de nueve filmes. Todo empezó con “X-Men” en el 2000, y termina 17 años después con “Logan”. Una figura de su talante no podía decir adiós sin una película en la que se mostrara a sus anchas. 

ADIÓS A UN PERSONAJE
Aunque originalmente fue creado como enemigo de Hulk, Wolverine –o James Howlett– se hizo espacio en el grupo de los X-Men como un mutante altamente conflictivo, salvaje por naturaleza. Y aunque destacaban sus habilidades especiales –la capacidad regenerativa, la osamenta recubierta de adamantium, las letales garras retráctiles–, son quizá sus atributos más mundanos los que realmente lo llevaron a congregar a una legión de fanáticos: Wolverine es un hombre leal a pesar de sus traumas, luce barba y vellos como epítome de la masculinidad, y es honesto en su actitud tosca y desaliñada. 

Por eso lo de Jackman, en especial en esta película, es notable: el Logan que vemos en esta cinta es un alcohólico, un decadente sin rumbo fijo. Los aires de derrota que se comen a un superhéroe de antaño son los que le dan sustancia a la historia. Desde hace años son las sagas negativas, aquellas que coquetean con el fracaso más que con la gloria, las que funcionan mejor en estos tiempos de héroes caídos de su pedestal. El personaje le ha sentado siempre bien, pero en este caso luce mejor que nunca. 

CREPÚSCULO DE LOS ÍDOLOS
Hay otro detalle clave detrás de cámaras: el director de “Logan”, James Mangold, es un hombre de experiencia que hace 10 años se anotó un western notable con “3:10 to Yuma”. Por eso la última película de Wolverine, con sus parajes desérticos y sus imágenes secas, cabalga entre el western y el distópico futuro al estilo “Mad Max”. 

La película bebe directamente del género clásico de Hollywood, explotando todos sus tópicos: persecuciones, cazarrecompensas, rifles y sed de justicia y de venganza. Y Mangold lo empaqueta todo con tal franqueza que incluso hace explícito su homenaje con la inclusión de fragmentos de “Shane”, western de los años 50 dirigido por George Stevens y protagonizado por Alan Ladd. 

Otro acierto es la inclusión de la española Dafne Keen, que con solo 11 años sirve de interesante contraposición al hosco Logan: sin pronunciar palabra alguna en casi toda la película, la pequeña destila fuerza y actitud, lo cual se agradece. Y a ellos los complementa bien Patrick Stewart como un profesor Charles Xavier bordeando la senilidad, lo que le agrega a la trama algunas cuotas humorísticas suficientes para distender la narración. 

Como obra que cierra un largo ciclo, “Logan” funciona. Hay mucho de nostalgia y de amargura al observar a ese mutante maltrecho pero lleno de ímpetu. Ese guerrero que, tras años de retrasar su envejecimiento, finalmente empieza a ceder ante su imparable decrepitud. Y aun así, con huesos quebrados y heridas que no cierran, Wolverine parece ser el de siempre. El héroe con más garra no se desvanece así como así.

LA LICANTROPÍA, PARA PONER LOS PELOS DE PUNTA

Wolverine no es precisamente un hombre lobo, pero sus raíces están en ese mito que, junto al de los vampiros, es el más famoso de todos los que pueblan el imaginario popular. 

La licantropía se remonta nominalmente a Licaón, un rey que según la mitología griega fue convertido en lobo rabioso luego de que ofreciera a su propio hijo como almuerzo. Cosas del canibalismo. 

Pero en realidad se puede llamar licántropo a todo humano que se transforme en cualquier animal: miedo y deseo tan antiguos como el propio hombre. 

Desde entonces, la leyenda se ha ido expandiendo en el mundo moderno y sus manifestaciones culturales han sido múltiples: desde la luna llena como desencadenante de la mutación, hasta la bala de plata (o de adamantium) como único recurso para acabar con el peludo monstruo. Hasta hoy no existe en el cine versión más recordada que la de Lon Chaney Jr. como Larry Talbot en "El hombre lobo" de 1941. 

Más apegado a la vida real, existe una rara enfermedad llamada licantropía clínica, en la que el paciente, convencido de haberse convertido en animal, comienza a comportarse como uno. 

Porque en el fondo, desde Licaón hasta Wolverine, el mito explora ese extraño límite entre el hombre y la bestia. Tan lejos no estamos.

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