"Puente de espías": lee esta crítica sobre la película
Sebastián Pimentel

Monstruos de otro planeta, dinosaurios, tiburones gigantes, caballos de guerra, extraterrestres o androides perdidos que persisten en su vínculo con el hombre: esas son solo algunas de las figuras ‘spielberguianas’ que pueblan nuestro inconsciente y configuran, querámoslo o no, parte de nuestra propia mitología contemporánea.

Pero no todo es fantasía en . Suyas son también películas que, sin traicionar del todo al realismo, construyen situaciones límites que nos llevan a esa sublime frontera en la que se confunden el asombro, el temor y la fascinación. Ahí están las visiones maravillosas de “El imperio del sol” (1987), donde un aterrorizado niño británico debe sobrevivir en el corazón de una Shanghái invadida por los japoneses. O el inédito recorrido de un díscolo empresario alemán en esa zona tomada por el mal que es la Europa nazi de “La lista de Schindler” (1993).

“Puente de espías” sigue esta senda de dramas, aventuras o thrillers cuyo escenario es un hecho histórico, por lo general una conflagración bélica. Esta vez es un capítulo de la Guerra Fría que ya había sido olvidado: el intercambio, en 1962, de dos espías capturados por cada una de las potencias enfrentadas – EE.UU. y la Unión Soviética–, gracias a la intervención secreta, como mediador, de un abogado de Brooklin, James Donovan (Tom Hanks), elegido por el Gobierno Norteamericano para tratar con los rusos y los alemanes socialistas del otro lado del muro.

Podría decirse que, dentro del universo de Spielberg, James Donovan es una nueva encarnación de Schindler. Es decir, otra versión del hombre que, desde una forma de ser tan sencilla como solidaria, no se ha podido traicionar a sí mismo en función al poder, la ideología o el interés económico. En ese sentido, aciertan los que ven en Spielberg a un digno sucesor de Frank Capra –el director de “Caballero sin espada” (1939) o “¡Qué bello es vivir!” (1946)–, quien también reivindicó al ciudadano anónimo como portandarte de una lógica del corazón mas no del egoísmo, lógica capaz de devolver la fe y la razón de ser a la democracia de su país.

Por lo dicho líneas arriba, hubiera sido bueno que los mejores momentos del filme le pertenecieran al abogado que interpreta –con usual soltura y corrección– Tom Hanks. No obstante, es más bien Mark Rylance –el actor británico que encarna al espía ruso, Rudolf Abel– el que, con su presencia sobria, irónica y misteriosa, capta nuestra inquietud y curiosidad. Se trata de uno de esos personajes herméticos, casi mudos y extraños, que suelen aparecer en las cintas de Spielberg y que ponen a prueba la insospechada capacidad de empatía y comprensión que tienen los seres humanos más allá de toda proveniencia, raza o extracción cultural.

El problema es que a Rudolf Abel lo vemos muy poco. Todo el filme gira, más bien, en torno a Donovan, cuyo trazado es excesivamente pulcro, idealizado, sin fisuras. Eso no sucedía, por ejemplo, con el industrial alcohólico y mujeriego que interpretó Liam Neeson en “La lista de Schindler”. Y es que los mejores títulos de Spielberg se hacen desde personajes matizados, capaces de albergar alguna sombra. Es un requisito para cualquier hondura. Incluso, si volteamos hacia el ya mentado Capra, nos encontramos con hombres buenos pero desgarrados, desequilibrados, hasta de impulsos suicidas –como el desafortunado padre de familia de “¡Qué bello es vivir!”–. Sin embargo, el protagonista de esta cinta de espionaje se hace inverosímil, abstracto, flirteando con ser una versión inteligente de Forrest Gump o un héroe prefabricado de la factoría Disney.

El diseño deficitario de este personaje no es la única falla. El maniqueísmo se extiende hasta la descripción de los rusos comunistas, puestos del lado del demonio en contraposición al trato ‘humanitario’ de la prisión norteamericana. Todas estas pinceladas gruesas van minando nuestra fe en una fábula que se sostiene por sus cualidades plásticas y narrativas –donde resalta la fotografía tenebrista de Janusz Kaminski– y una que otra secuencia llena de sabiduría cinematográfica –como el prólogo, por ejemplo, que presenta a un incógnito Abel en EE.UU., o la épica incursión aérea del espía estadounidense en la desaparecida Unión Soviética–.

Pero el encantamiento dura poco si la magia de las imágenes no se asienta en mínimas exploraciones de la condición humana. Es lo que sucede con “Puente de espías”, a fin de cuentas, un entretenimiento que se ve con cierta indiferencia. O, en su defecto, uno de los títulos más discretos y complacientes de la filmografía de Spielberg.

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