Sebastián Pimentel

Luego de “Big Eyes” (2014), se decidió por “El hogar de Miss Peregrine para niños peculiares”, libro infantil de Ransom Riggs, publicado en el 2011. La encargada de adaptarlo para la pantalla fue Jane Goldman, guionista de “Kick-Asss” (2010) y de “X-men: primera generación” (2011). Menciono este detalle porque Burton es uno de esos directores que no escriben sus guiones. Sus mejores filmes suelen reclamar excelentes textos, como los que consiguió John August (“El gran pez”, “Frankenweenie”), uno de sus colaboradores más frecuentes.

Pues bien, la primera mitad de “Miss Peregrine y los niños peculiares” llega a entusiasmar. Burton se encuentra a sus anchas con la presentación de un soñador como es Jake (Assa Butterfield), joven melancólico y díscolo obsesionado con el mundo fantástico del que su abuelo, Abraham (Terence Stamp, reencarnación del patriarca mitómano que encarnó Albert Finney en “El gran pez”), le ha hablado desde que era pequeño.

El interés por conocer las verdaderas causas del extraño fallecimiento de Abraham, más su propio convencimiento acerca del mundo que rodea su recuerdo, hará que Jake viaje a Gales, a un poblado costero casi desierto. El objetivo: una antigua e inmensa mansión donde supuestamente la Sra. Peregrine cuidó de Abraham y los niños especiales que poblaron las historias del abuelo, y que Jack atesoró tanto tiempo.

La presentación de los pequeños es sugerente. La niña que debe ponerse zapatos de plomo para no ascender a los cielos; la joven que puede controlar el crecimiento de flores y vegetales; un niño que abre la boca y exhala miles de abejas; o un chico invisible, son algunas de las criaturas que Burton rodea de encanto y fascinación. Lo hace a través de sus encuadres sofisticados y su romántica paleta visual, en este caso tendiendo hacia una imaginería gótica más europea que americana.

Ese hermetismo que caracteriza a los que no encajan en la sociedad, combinado con figuras que traslucen un “horror” melancólico y casi amable, se basa, en este caso, en una especie de existencia que repite su tragedia ad infinitum –los personajes están atrapados en un día condenado a volver una y otra vez: el 3 de setiembre de 1940, jornada que termina justo antes de recibir un bombardeo alemán en el contexto de la Segunda Guerra Mundial–.

Pero los vislumbres poéticos, como esa imagen profética de los aviones nazis que tirarán la bomba, no son aprovechados. El guion de Goldman, una escritora especializada en películas de acción o de superhéroes, termina llevando a Burton por territorios previsibles y que se agotan en un despliegue de efectos especiales y en un espectáculo más de Hollywood, uno que ya no es propiamente “burtoniano”.

Claro, los barcos herrumbrosos venidos del pasado, la carga tanática de algunos rostros, incluso el talante mefistofélico de Samuel L. Jackson –como un villano desalmado que dirige a unos gigantescos monstruos– están ahí, rodeando la fábula de imágenes hechas a la medida del director de “El jinete sin cabeza”. Sin embargo, faltan los personajes, que se vuelven marionetas al servicio de los efectos especiales. Todo lo contrario al hombre murciélago y a la mujer gato de “Batman vuelve” (1992), quienes entablaban un cruel duelo de máscaras y de seducción de cuotas casi shakesperianas.

Tim Burton es hoy, más que el director de un filme, un universo distintivo, un mundo personal. A juzgar por sus dos últimas cintas, no parece ya uno muy confiable. Es probable que el fantasma de “Alicia en el país de las maravillas” (2010), su mayor éxito comercial y también su película más impersonal, aún no lo haya abandonado.

Contenido sugerido

Contenido GEC