Fue uno de los últimos grandes intelectuales franceses del siglo XX. Jacques Lacan (1901-1981) refundó y amplió el psicoanálisis freudiano a partir de la década 1940, y eso le hizo ganar adeptos, pero también severos críticos. Para unos fue un maestro, un guía (por treinta años sus seminarios marcaron el derrotero del pensamiento de la posguerra), y para otros fue solo un provocador, un inventor de neologismos.
Seguidor de las teorías antropológicas de Lévi-Strauss, de la lingüística estructural de Saussure y la fonología de Jakobson, decidió convertir el psicoanálisis en una disciplina comparable a ciencias como la lógica, las matemáticas o la filosofía. Para ello sistematizó los postulados freudianos en ‘matemas’ (fórmulas) y reinventó no solo las terapias psicoanalíticas (en cuanto a su duración), sino también sus consideraciones respecto a las estructuras internas del sujeto. Así, perfiló uno de sus axiomas más celebres: “el inconsciente está estructurado como un lenguaje”.
Para entender esto quizás debamos detenernos en las ideas de Saussure respecto al signo, una entidad constituida por un ‘significado’ (concepto) y un ‘significante’ (imagen acústica para nombrar ese concepto). Es decir, una palabra como ‘silla’ tiene como significante los fonemas que la constituyen y como significado la representación psíquica del objeto. Según Saussure, entre ambos existen una relación de complementariedad.
Lacan aplica estas ideas a la teoría freudiana del inconsciente. Simplificando sus complejos hallazgos, podemos decir que afirma que a nivel del inconsciente no siempre ‘significado’ y ‘significante’ son complementarios. Es más, afirma que estos últimos son más importantes que los primeros, pues muchas veces un ‘significante’ puede tener ‘significados’ diametralmente opuestos a los que el sujeto expresa conscientemente.
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“Lo primero que querría significar eso es que el inconsciente no es simplemente un saco pulsional e irracional, sino tiene una estructura”, dice el académico Juan Carlos Ubilluz, quien lleva varios años aplicando los conceptos lacanianos a los estudios culturales y literarios. “Hay un querer decir en el inconsciente, es un saber que no se sabe. Es algo que yo sé, pero no sé que lo sé. Estamos pensando en un inconsciente de palabras y que incluso utiliza las mismas estrategias que podrían estar en una poética para expresar las cosas como, por ejemplo, la metáfora o la metonimia. Ese es el Lacan del inconsciente estructurado como un lenguaje”, añade.
Importancia de lo Real
En opinión de Ubilluz existen dos períodos centrales en el pensamiento de Lacan. “Un primer momento en que sistematiza todo el pensamiento freudiano desde los preceptos estructuralistas; y un segundo instante, que es tan interesante como el primero, en el que da cuenta de la relación de esas estructuras con lo Real [en mayúsculas], entendido como un goce que no puede ser dicho, que no puede ser explicado y que, sin embargo, está en nosotros siempre”, explica.
“A cuarenta años de su muerte —añade Ubilluz—, uno podría decir que su importancia radica en haber establecido relaciones entre el sentido (lo que puede ser dicho) y el sinsentido (lo que no puede ser dicho) y eso es crucial para nuestra época”.
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Pero, ¿qué significa lo Real? Lacan afirma que los seres humanos nos movemos en el terreno de lo simbólico, del discurso y del lenguaje, y a eso llamamos ‘realidad’, pero hay un resto a lo que no tenemos acceso de manera directa, y a eso él llama ‘lo Real’, lo cual grafica en su famoso nudo borromeo.
“Más allá de eso —comenta Ubilluz—, hay otro avance en Lacan: buscar cómo existen en el inconsciente ciertas palabras que quedan marcadas en nosotros más allá del sentido. Por ejemplo, la palabra ‘bestia’. A alguien sus padres pudieron haberle dicho ‘eres una bestia’ y eso quedó grabado en su inconsciente. La apuesta de Lacan es jugar con el sentido y decir ‘bueno, bestia se conecta con otras palabras que pueden ser estúpido, ignorante, pero también fenomenal, como sucede cuando decimos, por ejemplo, que ‘Messi o Djokovic son unas bestias’. Ahí el inconsciente real sería algo así como la palabra ‘bestia’ que no puede ser cambiada, pero que sí puede conectarse con otras vías de sentido”.
El imperativo del goce
Otro de los conceptos de Lacan tienen que ver con el superyó establecido como un imperativo “que bombardea al sujeto con demandas imposibles y luego se burla de sus intentos de cumplirlas”, como explica Slavoj Žižek, uno de los más famosos lacanianos contemporáneos.
¿Cómo se manifiesta ese superyó lacaniano en nuestra época? “Hay un imperativo a gozar —responde Ubilluz—, lo que tenemos mediante la cultura capitalista es que estamos obligados a satisfacer nuestros deseos, a vivir una vida plena, a realizar viajes emocionantes, a ver películas encantadoras, etc. Un imperativo que tiene que ver con la expansión de una mecánica de producción y consumo muy inscrita en la sociedad actual”. Algo que, paradójicamente, termina generando frustración.
“Muchas de las cosas que sostuvo Lacan han sido corroboradas —agrega— cuando dijo que existía un nuevo imperativo en nuestra época, que era el imperativo del gadget, del artefacto, es algo que hoy hubiera constatado mejor que nunca”.
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Pero más allá del teórico, Lacan tuvo una vida azarosa: nacido en el seno de una familia católica, su vida cambió tras leer a Nietzsche. En su juventud, fue amigo de los surrealistas, de Picasso, Dalí y Bretón, practicó la escritura automática; y mientras estaba casado con Marie-Louise Blondin —con quien tuvo tres hijos—, mantuvo un idilio secreto con la actriz Sylvia Bataille, quien era esposa del escritor Georges Bataille. Marie-Louise y Sylvia quedaron embarazadas en 1940 por semanas de diferencia y la primera solo le dio el divorcio a Lacan con una condición: que sus hijos no supieran que él ya tenía otra familia. Vivió durante buen tiempo una vida paralela hasta que, en 1953, terminó casándose con Sylvia. Judith, la hija de ambos, llevó primero el apellido Bataille —porque su madre todavía no se había divorciado de Georges cuando ella nació—, después fue Lacan y, finalmente, adoptó el Miller de su esposo, el psicoanalista Jacques Alain-Miller, con quien se dedicó a difundir el legado de su padre. Un legado que 40 años después sigue inspirando a analistas y críticos alrededor del mundo.
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