“Un caluroso sábado de marzo”, por Renato Cisneros
“Un caluroso sábado de marzo”, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

El día de su boda con Elizabeth Hadley Richardson, el veinteañero Ernest Hemingway llevaba un pantalón blanco y una sonrisa aguachenta. Hay varias fotos de la ceremonia de setiembre de 1921, celebrada al aire libre en una bahía de Michigan. En una, el escritor –al que entonces le faltaban treinta años para escribir El viejo y el mar– aparece hundiendo las manos en los bolsillos, como si esperara encontrar en ellos algo –un boleto, una moneda, un botón– que lo saque del estado de incertidumbre en que aparentemente se halla.

Radicalmente distinta es la expresión y postura de Arthur Miller en la serie de fotografías de su boda con Marilyn Monroe. Año 1956. Ella le ofrece un trozo de pastel y Miller –despojado del saco, los ojos abiertísimos detrás de unos lentes de marco grueso– recoge el bocado con los dientes, enfrenta la cámara con un relajo que contrapesa la ingenuidad de la rubia y la abraza como si fuera no su flamante marido sino su padre.

Con los brazos cruzados, pero tomando la mano izquierda de su Mercedes de toda la vida, Gabriel García Márquez escucha al padre Ramón Iglesias con más curiosidad que reverencia desde el borde del altar de la Iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de Barranquilla. En andrés EdEry esa foto, el autor colombiano tiene 31 años. Su contextura de palo se esconde bajo un traje oscuro dos tallas más grande. Las facciones aún finas de su mujer se adivinan detrás de un velo que le da un sereno aspecto de fantasma.

Arthur Conan Doyle parece un notario triste en la foto de su matrimonio con Jean Leckie en 1907. Lleva las manos cogidas por detrás y sus mostachos alicaídos forman una ‘v’ invertida. Los novios están rodeados de personajes cuyo aspecto fúnebre se podría explicar por la muerte, el año anterior, de la primera esposa del creador de Sherlock Holmes. Pese a su frialdad, la escena se ilumina con la tenue sonrisa de Leckie.

Raymond Carver se ríe junto a Maryann Burk mientras clavan un cuchillo en el pastel blanco de su enlace. Él tiene 19; ella, 16. Carver lleva una flor blanca en la solapa. Aún no ha escrito nada fundamental. Aún no se ha vuelto alcohólico. En esa foto de 1957 cree ser feliz, y Maryann lo acompaña en su creencia.

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Al ser las bodas ceremonias que se finiquitan con esas palabras contundentes que llevan el sello de lo definitivo, las fotos de ese día revelan información de sus protagonistas que no aflora en casi ninguna otra circunstancia de la vida. Piénsenlo. Un hombre y una mujer se presentan ante un emisario legal o religioso, se prometen la eternidad y lo festejan ruidosamente. Saben que no volverán a ser los mismos, y que junto con su dicha palpable y la certeza de que lo mejor está por venir, también fluye entre ellos una inevitable nostalgia por lo que dejan atrás, por lo que empieza a extinguirse a sus espaldas como un bosque que se incendia lentamente.

Me gusta escudriñar los rostros de los novios en las fotos matrimoniales. Sean ellos celebridades o simples mortales, como uno. Por eso me pregunto con qué mueca de alegría, ansiedad o deleite quedaré inmortalizado el mediodía de hoy, cuando mi matrimonio con Natalia quede sacramentado y el fotógrafo se deslice entre las bancas de la iglesia y congele para siempre una imagen que será el futuro retrato oficial.

Algún día, desde alguna mesa o atril, ese retrato ofrecerá a las visitas curiosas nuestra estampa de recién casados, y dará pie a que contemos una historia, a que pongamos en marcha el nítido recuerdo de aquel caluroso sábado de marzo que nunca terminó.

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