"La comunidad del anillo", por Renato Cisneros
"La comunidad del anillo", por Renato Cisneros

Desde hace unas semanas, mi anular derecho ha entrado en contacto con el adminículo que justifica su existencia y su nombre. Así, de pronto, ha cobrado un protagonismo que –dada su biológica impericia para tareas cotidianas sencillas: señalar un punto en el horizonte, hurgar una oreja, matar un piojo– no estaba en condiciones de tener. Gracias al anillo matrimonial, el más inútil de los dedos se ha convertido en la vedette de la mano, eclipsando al pulgar, índice, medio y meñique: un cuarteto que, pese a su versatilidad, ya no puede competir con tanta repentina elegancia.

En estos primeros días, sin embargo, la convivencia entre falange y metal ha experimentado ya sus primeros roces. Al habérsele colocado esa especie de ceñido hula-hula, el dedo luce a ratos apremiado o claustrofóbico, como una mascota a la que le costara acostumbrarse a su nuevo y definitivo collarín; será por eso que por las noches exige ser liberado del artefacto dorado y aspirar una bocanada de libertad ante el temor latente de amanecer desfallecido por falta de circulación.

Hay otros momentos en que la labor natural de la mano se ve perjudicada por la presencia de la argolla. La hora de la escritura, por ejemplo. Al entrar los dedos en contacto para pulsar las teclas, el grosor y la circunferencia de la prótesis crean fricciones que antes no se daban, afectando la pureza de la acción. (Ahora mismo, a un costado de la mesa, el anillo desalojado del cuerpo me mira como un ojo vacío e inquisidor, deseoso de saber cuándo retornará a su lugar. Si fuerzo la vista, alcanzo a leer desde aquí la fecha grabada en su cara interior: su acta de nacimiento).

Otras situaciones, por el peligro que entrañan, demandan igualmente el retiro temporal del aro. El extendido anecdotario de maridos que extraviaron su alianza matrimonial en playas, piscinas, lavabos, tinas, jacuzzis, inodoros, alcantarillas y demás agujeros negros funciona como alerta suficiente para que los distraídos prefiramos la prevención antes que el riesgo. No faltan mujeres suspicaces que asumen esos ‘accidentes’ como lapsus del inconsciente, disimuladas protestas del soltero que no se resigna a desaparecer, cuando lo cierto es que son meras consecuencias de la falta de costumbre: los hombres, al menos los de mi generación –salvo ciertos émulos de Mr. T o tempranos prosélitos de Daddy Yankee–, no estamos habituados a interactuar con sortijas, pulseras ni ningún ‘blin blin’ de tocador.

Aquella tesis, además, cojea de plano, pues está probado que el anillo es magnético, de modo que en lugar de repeler al género opuesto, lo atrae. ¿Ciencia o sortilegio?

Un equipo de psicólogos de la Universidad de Michigan encontró una respuesta luego de hacer trabajo de campo, echando al ruedo a varios jóvenes apuestos para que interactuaran brevemente con mujeres desconocidas alternando el uso del aro. A los conejillos de indias les fue muchísimo mejor cuando hicieron las veces de casados que cuando no. “Un hombre que lleva anillo de bodas ya ha sido elegido por otra mujer, mientras un hombre sin anillo es una entidad desconocida o, peor, una entidad ya probada y descartada”, concluyeron los investigadores. El anillo, pues, informa a las mujeres que el sujeto portador aprobó exitosamente un test de calidad aplicado por otra fémina, ergo, no es mercancía fallada, algún nivel de garantía tiene.

El accesorio, con todo el peso de su simbolismo, refulge a mi costado y vuelve a mirarme. Sabe que no soy su dueño, sino más bien su súbdito, y que desde ahora tengo que convivir con la responsabilidad de cuidarlo y la neurosis de tantearlo en la oscuridad para confirmar que sigue allí, dignamente enroscado.

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