Después de 12 años, Diego Otero vuelve a la poesía con “El califato de Lima”, un libro que surge a partir del proceso creativo que significó para él ingresar a la narrativa con su primera novela “Días laborables” (2018). En ese proceso de búsqueda y de lecturas en géneros como la novela negra y de autores como Raymond Chandler, fueron surgiendo ideas y frases que se transformaron en la materia prima de estos poemas. Por eso, “El califato de Lima” tiene un aliento narrativo, en el que aparece una especie de personaje —”un Buster Keaton”, dice Otero— que le imprime su aliento a una poética centrada en imágenes sugerentes, lúdicas, inquisitivas, que, con un humor extraño, exploran en la figura del doble, en la idea de Lima como escenario de desencuentros indescifrables. Y, como ya parece una constante en la poesía de Otero, reaparecen sus referencias al cine, al paso del tiempo y su diálogo y ruptura con nuestra tradición poética.
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En uno de los poemas —'Nuevos deberes de la poesía peruana’— se leen estos versos: “Si vamos a hablar del holograma electrizado, inestable, / de Toño Cisneros / circulando bamboleante por Comandante Espinar / o Berlín, / tenemos que decir que al cruzarse con el holograma nítido / de Washington Delgado / se dan un abrazo / y se atraviesan o se funden o / se traslapan en ese abrazo: se convierten / en un solo poeta, nuevo, / que ya no es holograma. / A esto se le puede llamar fantasía, incluso / fantasía queer, / pero también tradición”.
Conversamos con Diego Otero sobre los significados de su obra y sobre el ejercicio de escritura y reescritura que, en su caso, puede llegar a 40 versiones de un mismo poema.
Llama la atención tu silencio poético prolongado, no publicas desde el 2009, ¿cómo fue el proceso de gestación de este libro?
Sí, publiqué “Nocturama” (su anterior poemario), hace 12 años, y después tuve ganas de escribir narrativa. Empecé a trabajar con horarios y a tratar de aprender a escribir una novela mientras la realizaba. Recién al tercer manuscrito, comencé a darle forma hasta publicarla, y en ese proceso surgieron cosas marginales, ideas sueltas como bocetitos de poemas, que simplemente fui anotando. Ese material, ya en función de un nuevo libro, lo comencé a trabajar en 2018 y siento que ha funcionado, que el motorcito que lo impulsa funciona. Lo central para mí fue la exploración de la literalidad de ciertas frases, por ejemplo: “los esqueletos en el clóset” o “destapar el cráneo”, que es una frase hecha, pero llevándola a la literalidad, me interesaba ver qué desencadenaba eso. A esto se le suman capas y capas de cosas, la idea del cine, de quién nos representa, esa cosa del doble del cuerpo como la película de Brian de Palma.
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Empiezas el libro con un retorno a los 80, con esta imagen del cine de Palma, y de ahí inicias un recorrido para entrar en esto que has llamado el califato de Lima, se trata de una poesía centrada en imágenes, en una voz muy irónica...
Yo creo que la poesía se construye a partir del tono, uno puede resolver un poema o un libro si sabe cómo es el tono con el que está trabajando, y ese tono se construye desde distintos lados, es como la calidad de una voz. Lo que me di cuenta es que estaba construyendo una subjetividad ficcional, un personaje que era como un Buster Keaton, un payaso inexpresivo, medio inmutable; por eso el libro tiene esa especie de humor extraño, seco, negro. Cuando me di cuenta de que la voz que estaba diciendo los poemas era de este personaje, me fue más fácil avanzar. Y, curiosamente, la idea del califato de Lima es un poco mirar la realidad bajo una máscara satírica, caricaturesca.
El sentido del poema
Pensar Lima como un califato tiene muchas resonancias. En el poema aludido mencionas la existencia de un edificio enorme, desde donde se mira la cordillera y el mar, pero hay algo que oculta o distorsiona el sunset, la modernidad ¿cuál es la idea detrás de eso?
La idea del califato es un juego, en realidad. Este libro en particular está hecho para que uno entre con ganas de jugar como lector, hay una sección que se llama ‘Deberes y derechos del poeta peruano’, eso es como un chiste, ¿qué deberes puede tener el poeta? Pagar sus impuestos. Hace poco leía una frase que me pareció muy aguda: “el arte es cuando tú sobredimensionas o hipertrofias el significante”, de manera que existe mucha promesa de sentido. Es decir, hay algo que te están diciendo, pero no sabes exactamente qué, creo que mezclar califato con Lima genera algo de eso.
Esa fuga de sentido que te puede dar el símil, y que se percibe mucho en estos poemas.
Así es, pero no solo el símil. Por lo menos, yo he intentado hacer eso también con la propia arquitectura o estructura de cada poema, que empieza, por un lado, luego se va por otro y después regresa, hay una especie de baile, y eso pasa en ‘El califato de Lima’ que es un poema largo…
Y donde dentro del mismo aparece una voz crítica que se pregunta qué es lo que estamos leyendo
Sí, hay un momento en que el personaje que habla entra en un plan de crítico literario, un plan superyoico, diríamos, si lo relacionamos con el psicoanálisis, y se pone a criticar con aspereza. Eso también es parte del juego: tú hablas de la Lima moderna y es cierto, totalmente, es una crítica a eso, pero también a la relación entre los sectores sociales, sobre todo los medios y los altos. Queremos ser como los altos, pero sabemos que no están haciendo bien las cosas. Esta voz colectiva que no se encuentra a sí misma, que es la voz del poema, es el califato de Lima. Es mi sensación, un poco, de la clase media limeña como una voz que no se halla a sí misma.
Tradición y ruptura
El poder del chiste es que siempre hay algo detrás y en ‘Nuevos deberes de la poesía peruana’, haces que Toño Cisneros y Washington Delgado se abracen y formen al nuevo poeta peruano…
Una cosa queer (risas). Sí, eso es un chiste también. Ese poema tiene que ver también con la idea de tradición. Si algo bueno tiene la poesía peruana es su tradición que, creo, es algo que, por ejemplo, la narrativa peruana no tiene. La poesía, en cambio, tiene una tradición sólida de poetas, desde los años 20 hasta ahora, que son de primer nivel. Vallejo está entre los más grandes poetas del siglo XX en el mundo.
Es una poesía además muy disímil, con poetas que han tomado caminos distintos y han llegado a altísimos niveles: Eielson, Cisneros, Hinostroza, Delgado…
Así es y han ido alimentando la tradición. A mí me interesa, en general, y ese es mi proyecto con la poesía, tratar de conseguir un tono distinto a los tonos que existen y que circulan en la poesía peruana contemporánea. Por ahí va mi intento.
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En un verso dices “la poesía peruana no se permite risas grabadas”, ¿es muy seria?
No sé, desde Cisneros, Hinostroza, pero también desde Pablo Guevara, por ejemplo, la poesía peruana comienza a tener bastante humor… Hay humor en Luis Hernández, en Montalbeti, en los poetas de ahora, pero me parece que en general todavía hay una actitud un poco solemne en relación con lo que se puede hacer con la poesía… Mi intención, por ejemplo, es llevar el lenguaje poético a un registro ambiguo, en el que el lector se sienta incómodo, porque no sabe si quien está hablando lo hace en serio o está tomándole el pelo, esa ambigüedad me interesa. Y en esa ambigüedad hay espacio para el humor, para la cosa más ominosa, más tierna o triste incluso.
Giorgo Agamben decía que a la poesía la define el encabalgamiento, uno ve tu poesía y siente que hay preocupación por eso.
Así es. Dónde acaba el verso y por qué, en términos de sonido, pero también de sentido. Cómo se relaciona el sonido con el sentido, qué hacen, qué generan el uno con el otro. En mi caso, hay una tensión permanente entre el tamaño de los versos y las palabras o las ideas o las sensaciones que están en juego.
¿Corriges mucho?
Sí. Antes cada poema tenía 15 versiones, pero ahora puede llegar a tener hasta 30 o 40 versiones.
MÁS INFORMACIÓN
“El califato de Lima” ha sido publicado, en una edición numerada, en la colección de poesía Álbum del Universo Bakterial, bajo el cuidado editorial de Augusto Higa Taira.
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