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Eduardo Sacheri: Cuando los perdedores tienen su revancha - 1
Enrique Planas

O’ Connor es un pueblo rural cercado por la falta de oportunidades. Es un lugar de ficción, pero instalado en un territorio muy real, la pampa argentina, a 500 km de la ciudad de Buenos Aires. Allí sitúa “La noche de la Usina” el escritor : el campo y su melancólica gente asediada por la crisis económica. En ese pueblo, un grupo de veteranos se propone reunir 350 mil dólares para adquirir unos silos abandonados en un predio agroindustrial. Ellos soñaban con una cooperativa que animaría la vida de su olvidado pueblo, pero horas después de depositar el dinero en el banco son víctimas de la estafa calculada que significó el ‘corralito’ argentino. De un día para otro, el dinero que juntaron con tanto esfuerzo desapareció. O más bien, fue a parar a las manos del codicioso empresario Fortunato Manzi, verdadero “hijo de puta” (dicho con acento porteño), en complicidad con el gerente del banco. Pero los perdedores prepararán una merecida revancha en lo que será una noche memorable.

—¿Cómo te afectó personalmente el ‘corralito’ bancario?
En esa época yo trabajaba como profesor de historia a tiempo completo, tanto en la universidad como en escuelas. Antes del ‘corralito’ ya la economía argentina estaba casi paralizada, era una situación agónica. A los empleados del Estado (como docente, yo lo era) nos empezaron a pagar en bonos que se llamaban ‘patacones’, que muchos comercios no aceptaban. La sensación opresiva anterior al ‘corralito’ era creciente. Por eso la novela empieza allí: no propiamente en el ‘corralito’, sino en la etapa previa, en la que sabíamos que todo iba a empeorar y que no había manera de escapar. Lo que hizo el ‘corralito’ no fue solo congelar tu dinero en el banco, sino exponerte a la devaluación que vino semanas después. Tu dinero pasó a valer la cuarta parte de lo que valía antes.

—Fermín, el protagonista, mira películas de robos del cine clásico para planear su propio asalto. ¿También estas películas nutrieron tu novela?
Mi pretensión fue construir un policial muy imperfecto, voluntariamente imperfecto, a partir de la imperfección de los protagonistas. ¡De hecho, que el líder de la banda pretenda inspirarse mirando cine clásico de los 50 resulta inquietante para el resto de los miembros de la banda! Como lector o espectador, me fastidia cuando las historias de robos descansan en una pericia exquisita por parte de los integrantes de la banda, capaces no solo de aplicar conocimientos especializados sino también de prever casi hasta el más mínimo accidente del azar. Viendo ese tipo de historias me fastidia la perfección. En la vida cotidiana de la gente común, esas cosas no funcionan. Allí tenemos muchas más torpezas que saberes, lo que hacemos es improvisar e intentar corregir nuestros errores. Yo intenté llevar esa idea a la historia de la preparación del golpe de los personajes de la novela. Si bien ellos creen tener algún conocimiento, lo saben de modo muy imperfecto. Buena parte del plan es corregir las macanas que se van mandando a medida que avanzan.

—Tus mismos personajes, ya embarcados en el proyecto del robo, creen que lo que hacen es una estupidez. Que en el mejor de los casos, el plan saldrá mal. ¿Esta duda comprensible en tus personajes la sentiste también tú como creador? ¿Es decir, mientras construías la historia, dudabas de ella?
¡Casi todo el tiempo! Si la novela me llevó dos años escribirla, desde que empecé a garabatear esquemas en un papel, recién los últimos seis meses sentí que la historia avanzaba y me sentía cómodo contando esto. Pero toda la etapa anterior te aseguro que me sentía mucho más cerca de mis personajes que decían: “Esto me parece que es al pedo”.

—Entre otras cosas, en tu libro nos muestras las vidas grises y pequeñas de los personajes golpeados por la crisis, pero capaces también de filosofar como solo los argentinos saben. Por ejemplo, sobre la naturaleza humana del “hijo de puta”.
Sí… es todo un tratado sobre eso [ríe].

—Ellos hablan de la curiosa capacidad de un hijo de puta de no sentirse como tal. ¿Qué opinas?
Eso es un traslado de las dudas que me asaltan en mi propia vida. En el fondo, te diría que eso es lo que me conduce a escribir. ¿Por qué escribo? Porque escribir me ayuda a sentirme mejor. Me permite sacar a ventilar dudas, incertidumbres, obsesiones que me gobiernan. Y ponerlas en los personajes es un modo de ventilarlas. Uno en su vida cotidiana vive haciéndose preguntas existenciales, pero no lo hace a partir de categorías filosóficas abstractas. Uno acude al lenguaje común para interpelar profundamente. Me gusta que mis personajes recorran caminos parecidos, que se hagan las mismas preguntas que me hago yo. A lo mejor no dan las mismas respuestas o ni llegan a una conclusión. A mí me pasa lo mismo, pero preguntar me sirve.

—¿Y crees que un hijo de puta cree serlo? ¿O no se cuestiona? 
Creo que solo un hijo de puta muy psicópata puede prescindir de una justificación de sus actos. Yo creo que la mayoría se considera buena gente o, al menos, gente normal. Lo cual los vuelve más peligrosos.

—¿La culpa hoy ya no nos persigue?
¡Lo peor es que persigue a los que no son hijos de puta! [Ríe]. No es que la culpa ha dejado de existir, pero la siente solo la buena gente. Aquí en Buenos Aires la gente buena gasta años de psicoanalista para intentar lidiar con la culpa.

—Supongo que tu novela ha servido para que muchos lectores, golpeados por la crisis del 2001, encuentren una venganza íntima contra el poder. Es gente buena que decide robarle a la gente mala. ¿Justificas el dicho de “Ladrón que roba a ladrón”?
Cuando salió el fallo del premio surgió muy rápidamente, no de mi parte, la palabra “venganza”. Yo sugiero una ligera modificación: prefiero utilizar la palabra “revancha”. A lo mejor para un lingüista son lo mismo, pero a mi criterio, una revancha es un acto reparatorio que reconstruye tu dignidad. Cuando uno toma venganza, lo único que hace es infligir dolor, un dolor que intenta ser equivalente al dolor que sufrimos antes. Mientras que la revancha es instalarte de nuevo en una situación de dignidad. Tiene que ver con vos, no con quien te ofende. En ese sentido, esa es la idea de estos personajes que traman el robo en la novela. Su plan es robar solo lo que necesitan para hacer la compra que aquel empresario les impidió al llevarse su dinero. Estos tipos sí tienen moral, sí sienten la culpa. Y no están dispuestos a ser iguales a Manzi, el empresario causante de sus angustias. Creo que la revancha es algo bueno si hemos sido injustamente maltratados. Pero no me gusta la venganza.

—Hablar de revancha me lleva a preguntarte por el tema del fútbol, siempre presente, de manera central o tangencial, en la gran mayoría de tus libros. En tu novela no es gratuito que el protagonista que dirige el equipo que da el golpe sea una vieja gloria futbolística. Tú has dicho que en este libro habías dejado ese tema, pero se siente. ¿Sacheri nunca va a dejar de hablar de fútbol cuando escribe?
No lo sé [ríe]. Yo creo que mi forma de pensar y de sentir se sirve del fútbol para acceder a cosas más importantes en la vida. Y yo sospecho que a mi literatura eso se le contagia, quiera o no. Mis personajes, tal vez, se sirven de esos códigos básicos y al mismo tiempo diáfanos que vienen del fútbol y de la infancia. Porque no se nutren de cualquier fútbol, sino del más profundo y sincero, el que juegan los niños. No hablo del fútbol de la profesionalidad.

—¿Crees que el fútbol es el último espacio para la épica hoy en día?
No me atrevería a decir el último, pero es uno de estos. Pero insisto en definir bien sobre qué tipo de fútbol estamos hablando. Y te lo digo en una Argentina donde la asociación de fútbol está desmantelada y no se sabe si vamos a tener campeonato, ni cómo ni cuándo. Donde renunció el técnico de la selección nacional y Messi también renunció a jugar para ella. En el fútbol argentino, todo un caos absoluto. Pero por debajo de eso, te puedo decir que yo ayer por la noche me fui a jugar con mis amigos. Es en ese fútbol en el que creo. Ese fútbol sigue siendo un reservorio de valores y de certidumbres. Y de juego, con todo lo que eso implica. 

LA FICHA
"La noche de la Usina"

“Pampa y política, tiempos muertos de vida cotidiana y diálogos muy vivos, con un trasfondo crítico lleno de suspenso en el que la rabia fecunda es compatible con el humor más fresco”. Así definió el jurado la novela ganadora del Premio Alfaguara de Novela 2016, ubicada durante la crisis económica del 2001 en Argentina. 

Más información
Lugar: Sala César Vallejo de la Feria Internacional del Libro de Lima. Parque Próceres, Jesús María. Día y hora: domingo 17, 8 p.m. Entrada a la FIL Lima: S/7.

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