¿Existe el deber de amar?, por Marco Aurelio Denegri
¿Existe el deber de amar?, por Marco Aurelio Denegri
Marco Aurelio Denegri

De las tres virtudes teologales, la principal es la caridad. Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. A Dios lo amamos por Él mismo. Y amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

La caridad es el mandamiento nuevo que nos enseñó Jesús.

«Éste es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado.» (Evangelio de San Juan, 15:12.)

«Si no tengo caridad –dice Pablo–, entonces nada soy.» (Primera Epístola a los Corintios, 13:2.)

La caridad es, pues, fundamental. Sin embargo, el hecho de ser un mandamiento ha merecido el juicio adverso de filósofos y pensadores, quienes sostienen que el amor no puede ser un mandamiento, no puede ser una orden ni un precepto, no puede ser una obligación. No existe, pues, en el sentir de los discrepantes, el deber de amar.

Yo pienso lo mismo. Amamos al prójimo–cuando lo amamos– porque nos nace hacerlo, no porque nos lo ordenen o manden, aunque sea Dios el mandante.

«El amor –decía Kant– concierne a los sentimientos, no a la voluntad; por eso yo no puedo amar porque quiera hacerlo; ni mucho menos porque deba hacerlo; no me puedo sentir obligado a amar necesariamente; no existe, pues, el deber de amar.»

Pareja apreciación se echa de ver en Bertrand Russell.

«El amor –dice Russell– no puede ser un deber, porque no está sujeto a la voluntad.»

Una glosa popular lo expresa así:

Amor no ha de ser forzado.

Sino del alma nacido.

El célebre novelista Hermann Hesse declara:

«No existe la obligación de amar, sino la obligación de ser feliz.»

El marqués de Sade, el marqués sin duda más mentado, asevera lo siguiente:

«Esta absurda moral [la moral cristiana] nos dice que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Nada más sublime, si lo falso pudiera ser hermoso.

«Únicamente podremos amar a nuestro prójimo como a un buen amigo que nos da la Naturaleza, y con quien conviviremos más fácilmente en un Estado republicano, pues la separación de las distancias aproxima necesariamente a las personas.»

Hasta el mismo Papa ha tenido que reconocer que al menos estamos parcialmente en lo cierto quienes sostenemos y defendemos la inobligatoriedad del amor.

«Para muchos –dice Juan Pablo II– la civilización del amor constituye todavía una pura utopía. En efecto, se cree que el amor no puede ser pretendido por nadie ni que puede imponerse: sería una elección libre que los hombres pueden aceptar o rechazar. Hay parte de verdad en todo esto.» (Cartas a las Familias del Papa Juan Pablo II, 55-56.)

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