
Dos siluetas inmóviles se confunden con la tierra húmeda entre hileras de moreras. Cuando notan nuestra presencia, apenas se incorporan. “¿Es usted del ICE?”, pregunta una de ellas, sin soltar la azada. En Oxnard, ciudad en California y capital mundial de la fresa, el trabajo agrícola ya no solo exige sol a la espalda y manos firmes: exige valentía ante un nuevo enemigo, invisible pero omnipresente. Las redadas migratorias han llegado al campo.
Lo que hasta hace poco parecía una tregua tácita —el dejar en paz a los trabajadores agrícolas, esenciales pero sin papeles— se ha roto sin previo aviso. ICE ha puesto sus ojos en los campos de California.
Esta semana, agentes irrumpieron en al menos nueve granjas del valle de Oxnard y detuvieron a 35 personas. “Fue una cacería al azar, granja por granja”, denunció Lucas Zucker, de CAUSE, en una nota para BBC News Mundo. En algunos casos, las redadas fueron bloqueadas por dueños que exigieron órdenes judiciales. En otros, los agentes simplemente se llevaron a quienes encontraron.
EL MIEDO NO HA TARDADO EN ESPARCIRSE
La rutina de recoger zarzamoras o fresas bajo el sol californiano ahora incluye revisar el cielo por helicópteros y los caminos por patrullas sin marcas. Raquel Pérez, dueña del restaurante Casa Grande Café, recuerda cómo dos camionetas del CBP pasaron frente a su negocio. Su amiga, indocumentada y jornalera, tuvo que ser escoltada hasta casa. “No quiere ni llevar a los niños a la escuela”, dice.
Oxnard no está sola. De la costa central al valle de San Joaquín, las alarmas suenan en múltiples condados. Videos, llamadas y mensajes llegan a las organizaciones migrantes, advirtiendo de operativos que parecen no distinguir entre trabajadores y delincuentes. La promesa de Trump de alcanzar 3,000 arrestos diarios se siente ya en la carne de quienes solo desean ganarse la vida recogiendo alimentos que llenan mesas en todo el país.
La comunidad, acorralada, se repliega. Restaurantes vacíos, negocios cerrados, campos en pausa. “Estamos todos con los pelos de punta”, dice Paula Pérez, mientras la cocina de su restaurante espera a comensales que no llegan. Un cartel con derechos constitucionales cuelga en la entrada, como un escudo frágil frente a un Estado que parece haber declarado la guerra a sus propias manos trabajadoras.

PERO NO PUEDEN DEJAR DE TRABAJAR
Óscar, vendedor de fresas al borde de la carretera, nota el descenso en ventas, pero no cede. Tiene hijos nacidos en EE.UU., un proceso migratorio en curso, y el coraje de quien ha cruzado más fronteras que líneas divisorias. “Ya no quedan muchas vías para conseguir estar legal aquí”, confiesa. Pero ahí está, entre el miedo y la esperanza, ofreciendo fresas a quienes todavía se atreven a parar.
Lo irónico, dicen los activistas, es que esta ofensiva amenaza la misma economía que pretende proteger. Si no se recogen fresas, no se empacan. Si no se empacan, no se venden. Y si no se venden, las tiendas lo sentirán, y también los precios. “No se dan cuenta del efecto dominó”, advierte Raquel Pérez. La agricultura no se sostiene solo con tierra y agua; necesita manos, muchas, y muchas de ellas son inmigrantes.
Y aunque Trump sugirió en abril que los granjeros podrían solicitar traer de vuelta legalmente a los trabajadores deportados, la idea suena más a parche que a política. Mientras tanto, los operativos siguen, la Guardia Nacional patrulla, y comunidades como la de Oxnard intentan sobrevivir entre surcos de fresa y nubes de incertidumbre.
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Periodista con experiencia en redacción y creación de contenido digital. Soy licenciado de la Universidad Jaime Bausate y Meza. Trabajé en medios de comunicación y agencias de marketing. Experiencia también como fotógrafo en campos deportivos.