Los aranceles de Donald Trump hacen acordar al "efecto lavadora" (Foto: Freepik / AFP)
Los aranceles de Donald Trump hacen acordar al "efecto lavadora" (Foto: Freepik / AFP)

Entre los personajes más buscados por la prensa internacional para opinar sobre las perspectivas de la nueva administración del presidente Donald Trump está, en primera línea, el polémico diplomático John Robert Bolton, exconsejero de Seguridad Nacional de su primer gobierno y, además, uno de los directores de la política exterior estadounidense en el gobierno de George Bush hijo (2000 – 2008). En todas las entrevistas concedidas por Bolton respecto a Trump, la conclusión a la que llegaba era la misma: había que esperar el caos, porque en él primaba el instinto sobre la reflexión, la oportunidad sobre la calidad de las decisiones gubernamentales.

Apenas han transcurrido dos semanas del segundo mandato del presidente Trump y todo indica que los hechos dan la razón a su exconsejero. Sólo así se puede entender su inexcusable y anacrónica propuesta de anexión de Canadá. Y es que a su “idea” antecede un desconocido e infame proyecto de ley de 1866 sobre el particular, el cual no prosperó, pero que inspiraría una serie de ataques fronterizos contra el territorio canadiense entre 1866 y 1871. Este hecho constituyó un hito en la historia del Canadá, cuyo acceso al autogobierno (1° de julio de 1867) estuvo marcado por la amenaza de su vecino del sur, cuya ambición territorial era pública desde el día que los colonos norteamericanos leales a la Corona británica huyeron de la república independizada para encontrar un nuevo hogar en el Gran Norte del Nuevo Mundo.

Tampoco hay novedad en su interés por adquirir Groenlandia. Estados Unidos está detrás de la isla más extensa del mundo desde 1867 y las propuestas de adquisición vienen repitiéndose periódicamente. Así, pues, en 1917, cuando EE.UU. compró a Dinamarca sus posesiones caribeñas, Groenlandia estuvo también en la propuesta inicial norteamericana. La respuesta siempre ha sido la misma: Groenlandia no está a la venta; se trata de un territorio vinculado al mundo escandinavo desde hace un milenio, sobre el cual Dinamarca ejerce soberanía efectiva desde 1776, fundada en los antecedentes sentados por los noruegos e islandeses en la Edad Media.

En cuanto a las guerras comerciales, basta recordar que Estados Unidos siempre ha sido –y gracias al presidente Trump sigue siéndolo– portaestandarte del proteccionismo existente desde 1789, los lejanos días del gobierno de George Washington. Acaso lo único notable es que la imposición de aranceles y tarifas al comercio exterior siempre ha estado teñido y henchido de lo que el filósofo estadounidense William James observó sobre el carácter nacional de su patria: belicoso, susceptible y sin un rincón para la autocrítica y la mesura.

Capítulo aparte merece la promesa de expulsar a los migrantes ilegales del territorio norteamericano, hecho al que la historia parece dar un guiño irónico al voltear la mirada a un siglo atrás, cuando el entonces Comisionado General de la Oficina de Inmigración, William W. Husband, reconocía ante el Comité de Asignaciones Fiscales de la Cámara de Representantes que el país enfrentaba una crisis migratoria, una declaración muy en sintonía en un momento histórico marcado por las tensiones sociales y políticas internas, de las cuales fue víctima propiciatoria el extranjero migrante. El escritor John Dos Passos supo abordar en su novela “Manhattan Transfer” ese especial momento y vio, más allá de los defectos de la sociedad de entonces, una vitalidad arrolladora. Esta, lamentablemente, ya no existe. Estamos siendo testigos de episodios realmente dolorosos en que jóvenes e incluso niños reciben el calificativo de delincuentes. Claro está que los hay, pero es necesario señalarlos, separarlos y actuar en consecuencia. La economía financiera y la especulación bursátil ya no ocultan la crisis de muchas actividades económicas dependientes de la mano de obra migrante, como es el caso de la agricultura y el sector servicios. Los campos abandonados en California, Texas y Florida, principalmente, son hoy espejo de una política que, en lugar de engrandecer al país, pone en peligro su sostenibilidad económica a mediano y largo plazo.

¿A dónde lleva Trump a Estados Unidos? No lo sabemos. Lo que es un hecho es que, dentro de un año, en su calidad de jefe de Estado, presidirá la conmemoración de los 250 años de existencia de su nación. Sí nos guiamos por sus galimatías y acciones reactivas, díscolas, pretendidamente mesiánicas, en apenas una semana de gobierno, cabe pensar que la conmemoración por venir puede tener como escenario una crisis institucional como nunca antes se ha visto y vivido. Esta solo podrá evitarse sí, en el ejercicio del derecho a disentir, se le recuerda que no es infalible, que su primer deber como gobernante es hacer uso adecuado del poder durante su mandato, que el patriotismo se demuestra con el respeto a la ley y con la firme convicción de que ningún hombre puede ni debe estar por encima de ella. No cabe la figura de un caudillo en una nación que reivindica la democracia como su fundamento.

El liderazgo, siempre necesario, tiene cauces de respeto al rival e, incluso, actos en los que priman los buenos modales y el buen gusto. No puede creer un hombre que, por su sola voluntad, puede revertir las manecillas del reloj de la historia; que por más momentos decisivos de la humanidad que su nación haya liderado, la única y exclusiva fuente de estabilidad política nacional e internacional es la legitimidad y el respecto a la igualdad soberana de las naciones, muy particularmente ahora, en un mundo multipolar en el que pequeñas pero determinadas naciones adquieren prestigio e influencia mientras caen implacablemente los viejos gigantes con pies de barro y se alzan otros impensados hace solo treinta años.

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