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“El nuevo eje Washington-Moscú: cuando los gigantes reescriben las reglas del mundo”, por Irma Montes Patiño
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La cumbre de Alaska entre Donald Trump y Vladimir Putin no fue solo otro encuentro diplomático. Fue el momento en que el mundo occidental despertó ante una realidad casi de película de Hollywood: las superpotencias nucleares más grandes del planeta explorando, a solas, un acercamiento que cambiaría para siempre el equilibrio global de poder, dejando a Europa en una posición de vulnerabilidad histórica.
Mientras ambos líderes posaban ante las cámaras con el telón de fondo “Buscando la paz”, algo más profundo se gestaba en la base conjunta Elmendorf-Richardson. No se trataba simplemente de terminar la guerra en Ucrania; se negociaría la arquitectura mundial donde Washington y Moscú, como en los días de Yalta, podrían decidir el destino de continentes enteros sin consultarles.
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La posibilidad de una alianza ruso-estadounidense genera escalofríos en Europa, y con razón. Durante décadas, ellos construyeron su seguridad sobre dos pilares fundamentales: protección militar de Estados Unidos vía la OTAN y aislamiento de Rusia, considerada como amenaza existencial. Si esos pilares colapsan simultáneamente, el continente se encontrará en un vacío estratégico sin precedentes desde 1945.
Un acercamiento Trump-Putin rediseñaría el mapa geopolítico y comercial mundial tal y como lo conocemos. Estados Unidos obtendría lo que siempre buscó: un socio robusto para contener el ascenso chino, mientras que Rusia conseguiría legitimación internacional y alivio de las sanciones que han estrangulado su economía. Pero el verdadero motivo, la razón agazapada de esta cumbre, para no despertar suspicacias en el mundo, es el premio al que ambas potencias aspiran sobre toda otra intención diplomática y geopolítica: el control conjunto del Ártico, donde se concentra el 13% de las reservas mundiales de petróleo y el 30% del gas natural del planeta.
Esta alianza convertiría al Ártico en un lago comercial ruso-estadounidense. Las nuevas rutas marítimas conectarían los puertos siberianos con Alaska en cuestión de días, no semanas. El gas ruso podría fluir hacia Estados Unidos a precios competitivos, mientras que la tecnología estadounidense de extracción en aguas profundas desbloquearía yacimientos árticos antes inaccesibles. Europa, dependiente energéticamente, tendría que pagar precios dictados por este nuevo cártel energético.
Para Europa, las consecuencias serían devastadoras. Berlín, París y Bruselas descubrirían que su influencia global, construida laboriosamente durante décadas, se desvanece ante la realidad de no poseer ni el músculo militar para defenderse sin Estados Unidos, ni los recursos energéticos para prescindir de Rusia. La Unión Europea se vería forzada a elegir entre convertirse en socio menor de este nuevo eje o embarcarse en una costosa y arriesgada carrera hacia la autonomía estratégica.
China, por su parte, enfrentaría su peor pesadilla comercial: el aislamiento de las rutas energéticas clave. Beijing ha apostado por décadas a que la rivalidad entre Washington y Moscú le permitiría ascender como potencia hegemónica, asegurándose gas siberiano barato a través de gasoductos como el Power of Siberia. Una alianza ruso-estadounidense no solo la dejaría sin el respaldo estratégico de Moscú, sino que la convertiría en cliente secundario en el mercado energético global, obligándola a competir con Europa por los excedentes que el nuevo cártel decida exportar.
Cabe señalar un factor clave que pocos observan: Trump es consciente de que la batalla contra China, tras haberse esta adelantado en África y Latinoamérica, es una que no va a perder pese al rezago actual de Estados Unidos por desidia de gobiernos anteriores. Conociendo las prioridades trumpistas (América Primero), esta cumbre será una excusa para doblegar la creciente influencia china en el hemisferio sur. El principio de soberanía territorial, la primacía del derecho internacional y el multilateralismo darían paso a una nueva era de relaciones de grandes potencias donde la fuerza y los recursos, no los tratados, determinan los destinos.
Los países del llamado Sur Global, acostumbrados a jugar entre múltiples polos de poder, verán drásticamente disminuidas sus opciones ante un duopolio comercial ártico. Los barcos ya no necesitarían atravesar el Canal de Suez o el de Panamá para conectar Asia con Europa y América, generando enormes pérdidas para estos países. África, Latinoamérica y gran parte de Asia tendrían que alinearse con el nuevo eje energético dominante o arriesgarse a quedar marginados de los flujos comerciales más eficientes del siglo XXI.
La cumbre de Alaska demuestra que cuando dos líderes pragmáticos deciden que sus intereses nacionales convergen más de lo que divergen, y priorizan sus propias agendas geopolíticas, pueden reescribir las reglas del juego global. Europa debe prepararse para un mundo donde ya no sería el centro de las decisiones que determinan su propio destino.
El futuro se negocia entre gigantes, y el resto del mundo solo puede esperar las migajas de sus acuerdos.
(*) Irma Montes Patiño es licenciada en Relaciones Internacionales de la George Washington University.











