Lubia Sasvin Pérez (centro) y sus hermanas Marleny (izquierda) y Heidy se sientan en la tumba de su madre, que fue asesinada por el exnovio de Lubia. Foto: Meridith Kohut, via: The New York Times
Lubia Sasvin Pérez (centro) y sus hermanas Marleny (izquierda) y Heidy se sientan en la tumba de su madre, que fue asesinada por el exnovio de Lubia. Foto: Meridith Kohut, via: The New York Times

Jalapa, Guatemala. Subieron la ladera escalonada en una sola fila; sus machetes golpeaban contra las piedras a lo largo del sendero oscuro.

Gehovany Ramírez, de 17 años, iba con su hermano y otro cómplice a la casa de su exnovia. Golpeó la puerta de madera con su machete y las astillas volaron por los aires.




Su novia, Lubia Sasvin Pérez, lo había dejado un mes antes. Huyó por el temperamento violento de Gehovany y fue a refugiarse a casa de sus padres, en esta región al sur de . Tenía cinco meses de embarazo —su vientre colgaba de su pequeño cuerpo de 16 años— y temía perder al niño a causa de la ira de él.

Cuando lo vieron, Lubia y su madre salieron y le rogaron que se fuera, dijo la joven. Recordó que se percibía el olor agrio del alcohol en el aliento del joven. Él, impasible, levantó el machete y le atestó un golpe en la cabeza a la madre: la mató.

Tras escuchar un grito, el padre de Lubia se apresuró a salir. Lubia recordó haber visto con horror cómo los otros hombres que iban con Gehovany agarraron a su papá y le partieron la cara en dos; los dos padres de la joven embarazada quedaron tirados en el suelo de concreto.

Para los fiscales, los jueces e incluso los abogados defensores en Guatemala, el caso es un ejemplo del flagelo de violencia doméstica que azota al país, motivado por un arraigado sentimiento de propiedad sobre las mujeres y su lugar en las relaciones.

Sin embargo, en lugar de enfrentar las penas más severas destinadas a detener esos crímenes en Guatemala, Gehovany solo recibió cuatro años de prisión, una sentencia corta hasta para los estándares indulgentes del país en casos contra menores. Tres años después del ataque, ahora con 21 años, será liberado la próxima primavera, tal vez antes.

Además, en vez de mantenerse alejado de la familia que destrozó, bajo la legislación de Guatemala, Gehovany tiene derecho de visitar a su hijo tras salir de prisión, según funcionarios judiciales guatemaltecos.

La perspectiva de su regreso sacudieron a la familia a tal grado que el padre de Lubia, quien sobrevivió al ataque, vendió su casa y usó el dinero para pagarle a un coyote con tal de irse a . Ahora está en las afueras de San Francisco y tiene todas sus esperanzas puestas en obtener asilo para salvaguardar a su familia. Todos tienen las esperanzas puestas en ello.

No obstante, esa posibilidad parece más distante que nunca. Dos decisiones jurídicas extraordinarias del gobierno de Donald Trump han afectado el núcleo de las solicitudes de asilo basadas en violencia doméstica o en amenazas contra familias como la de Lubia. Eso no solamente arroja dudas sobre su caso, sino casi seguramente sobre los de otras miles de personas en su situación, según abogados migratorios.

“¿Cómo puede ser esto justicia?”, dijo Lubia antes de que la familia huyera; estaba sentada bajo el pórtico donde su madre fue asesinada. “Todo lo que hice fue dejarlo porque me golpeaba y nos quitó a mi madre”.

“¿Qué clase de sistema lo protege a él y no a mí?”, dijo, mientras sostenía a su hijo sobre el regazo.

Lubia, que ahora tiene 20 años, espera conseguir asilo en Estados Unidos, pero su caso enfrenta nuevos obstáculos con el gobierno de Trump. Foto: Meridith Kohut, via:The New York Times
Lubia, que ahora tiene 20 años, espera conseguir asilo en Estados Unidos, pero su caso enfrenta nuevos obstáculos con el gobierno de Trump. Foto: Meridith Kohut, via:The New York Times

Su caso ofrece un atisbo del pasmoso número de centroamericanos que huyen de la violencia y la negligencia, así como de la lucha tenaz que el gobierno estadounidense está librando para no dejarlos ingresar a ese país.

En toda América Latina hay una epidemia de homicidios en curso. Casi cada año son asesinadas más de 100.000 personas, principalmente hombres jóvenes que viven en zonas periféricas de las sociedades quebradas, donde las pandillas y los carteles a veces toman el lugar del Estado.

La crisis ha obligado a millones a salir de la región y buscar asilo en Estados Unidos, donde se enfrentan a un sistema bajo presión por una demanda récord y a una amarga lucha sobre si se les acepta o no.

No obstante, la violencia contra las mujeres, especialmente la violencia doméstica, es un poderoso —y a menudo pasado por alto— factor en la crisis migratoria. En América Latina y el Caribe están catorce de las veinticinco naciones más mortíferas en el mundo para las mujeres, según datos recabados por Small Arms Survey, un proyecto de investigación independiente que monitorea la violencia en todo el mundo.

Y América Central, la región de donde huyen la mayoría de los que buscan asilo en Estados Unidos, se encuentra en el ojo del huracán.

Aquí en Guatemala, la tasa de homicidios de mujeres es más de tres veces el promedio mundial. En El Salvador es casi de seis veces mayor. En Honduras, esa tasa es una de las más elevadas de todo el planeta: casi doce veces más que el promedio mundial.

Amigos y familiares durante el funeral de Cristina Yulisa Godínez, de 18 años, en mayo. Cristina fue asesinada en su hogar: fue encontrada con manos amarradas y colgada del techo.CreditMeridith Kohut para The New York Times
Amigos y familiares durante el funeral de Cristina Yulisa Godínez, de 18 años, en mayo. Cristina fue asesinada en su hogar: fue encontrada con manos amarradas y colgada del techo.CreditMeridith Kohut para The New York Times
Foto: Meridith Kohut, via: The New York Times
Foto: Meridith Kohut, via: The New York Times

En los rincones más violentos de América Central, Naciones Unidas señala que el peligro es como el que se vive en una zona de guerra.

“A pesar del riesgo asociado con la migración, todavía es más bajo que el riesgo de que te asesinen en casa”, dijo Angela Me, jefa de investigación y análisis de tendencias de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.

El problema es tan central en la migración que el exfiscal general estadounidense Jeff Sessions, ansioso por avanzar en la prioridad del gobierno de Trump de cerrarles la frontera sur a los migrantes, emitió una decisión el año pasado para tratar de desincentivar a las víctimas de violencia doméstica, entre otros delitos, de solicitar asilo.

Para obtener asilo en Estados Unidos, los solicitantes deben demostrar que son víctimas de persecución en su país natal por motivos como su raza, religión, afiliación política o por pertenecer a un grupo social específico. Los abogados migratorios a veces han presionado con éxito para que las mujeres sean consideradas un grupo social específico debido a la inmensa violencia que enfrentan, citando un caso de 2014 en el cual a una mujer guatemalteca que huía de la violencia doméstica se le otorgó asilo en Estados Unidos.

Pero Sessions anuló ese precedente, al cuestionar si las mujeres —en particular las que huyen de la violencia doméstica— pueden ser parte de un grupo social. Con esa decisión impugnó lo que se había vuelto una práctica común en los tribunales de asilo.

Luego, en julio, el nuevo fiscal general, William P. Barr, fue más lejos. Emitió una decisión que rompe con décadas de precedentes, pues dificulta que hasta las familias, como la de Lubia, califiquen como grupos sociales.

La violencia en contra de las mujeres en la región es tan predominante que dieciocho países han promulgado leyes para protegerlas, con la figura conocida como , que establecen penas más severas y una mayor atención al problema por parte de las autoridades.

Sin embargo, a pesar de ese enorme esfuerzo, las nuevas leyes no han logrado reducir los asesinatos de niñas y mujeres en la región, afirma Naciones Unidas.

Esto refleja lo profunda que es la brecha de género. Según los expertos, para que la nueva legislación surta algún tipo de efecto, debe ir mucho más allá del castigo y cambiar la educación, el discurso político, las normas sociales y las dinámicas familiares básicas.

Aunque las pandillas y los carteles en la región son parte de la violencia, la mayoría de las mujeres son asesinadas por sus parejas, familiares o esposos: hombres enojados porque las mujeres actúan de manera independiente, enfurecidos por los celos o, como Gehovany, con una percepción profundamente arraigada de que ellos tienen el control sobre las vidas de las mujeres.

“Los hombres acaban pensando que pueden disponer de las mujeres como les plazca”, dijo Adriana Quiñones, representante de ONU Mujeres para Guatemala.

La inmensa mayoría de los feminicidios en la región nunca se resuelven. En Guatemala, apenas cerca de un 6 por ciento conduce a condenas judiciales. Y en las raras ocasiones en que así sucede, como en el caso de Lubia, no siempre se procesan con todo el peso de la ley.

Hasta los abogados defensores de Gehovany creen que debería haber sido acusado de feminicidio, lo cual lo habría puesto en prisión un par de años más. El hecho de que no fuera así, reconocen algunos funcionarios guatemaltecos, pone en evidencia las diversas maneras en las que el sistema jurídico de la nación, aun cuando se proponga proteger a las mujeres, sigue fallándoles.

El padre de Lubia, Romeo de Jesús Sasvin Domínguez, habló solo una vez durante el juicio.

No tenía sentido, le dijo al juez mientras negaba con la cabeza. Una larga cicatriz blanca se extendía por su rostro desde el puente de la nariz, un vestigio del ataque. ¿Cómo es posible que las leyes de Guatemala favorezcan al hombre que mató a su esposa y que dañó a su hija?

“Teníamos una vida juntos”, le dijo al juez Sasvin Domínguez, quien estaba al borde del llanto. “Y él vino y nos quitó eso solo porque mi hija no quiso estar en una relación abusiva”.

"Simplemente no lo entiendo", dijo.

La tasa de homicidio en Jalapa es menor que en otras áreas de Guatemala, pero la región es muy peligrosa para las mujeres. Foto: Meridith Kohut, via: The New York Times
La tasa de homicidio en Jalapa es menor que en otras áreas de Guatemala, pero la región es muy peligrosa para las mujeres. Foto: Meridith Kohut, via: The New York Times

"Donde la violencia es pan de cada día"

Años después del homicidio, el hijo de Lubia estaba gateando con determinación, aferrándose a un camión de juguete al que acababa de quitarle la rueda trasera.

La familia lo observaba agradecida por la distracción. Todavía vivían atrapados entre el duelo y el temor. Aún había una mancha ocre en el suelo donde murió la madre de Lubia. Los agujeros de la puerta, dañada por el machete, no se habían reparado. Las tres hermanas menores de Lubia se negaban incluso a poner un pie en la habitación donde se escondieron durante el ataque.

Santiago Ramírez, el hermano de Gehovany, nunca fue a prisión, perdonado por un diagnóstico de enfermedad mental. Los vecinos lo veían a menudo caminando por las calles del pueblo.

Pronto, también Gehovany estaría en esas calles. A la familia le preocupaba que los hombres volvieran para terminar con lo que habían empezado.

“No hay mucho que podamos hacer”, dijo Sasvin Domínguez, señalando al hijo de Lubia para que se fuera con el camión de juguete. “No tenemos la ley a nuestro favor”.

No tenían dinero para mudarse y su única propiedad era la casa, a la que la familia se aferraba aunque apenas podía tolerar estar ahí. Los dos hijos de Sasvin Domínguez vivían en Estados Unidos y tenían familias propias que mantener. No los había visto en años.

“Estoy criando a mis hijas solo ahora, a las cuatro”, dijo el hombre.

Se levantaba todos los días a las tres de la mañana y subía a las montañas a trabajar como granjero. Las niñas, de pómulos altos y cabello negro azabache como su madre, ya no iban a la escuela. Con la pérdida del ingreso que su madre obtenía vendiendo chucherías en la calle, no podían costear los estudios.

La hermana más pequeña en particular amaba ir a la escuela: la rutina, los libros, la posibilidad de escapar de su mundo limitado. Pero hasta ella se había resignado al confinamiento voluntario. Las miradas y los cuchicheos de sus compañeros de clase —y las burlas de parte de quienes eran particularmente crueles— se habían vuelto insoportables. En el pueblo, algunos residentes culpaban abiertamente a Lubia por lo que había ocurrido. Hasta sus propias tías lo hacían.

“Aquí no hay justicia”, afirmó Lubia, quien dijo que quería que su historia se contara públicamente por esa razón. Su padre dijo lo mismo.

En Jalapa, una región de colinas onduladas, calles con baches y una cultura como de vaqueros, los hombres andan a caballo con la pistola enfundada, sus rostros ocultos por sombreros de ala ancha. Aunque el lugar es relativamente pacífico para ser Guatemala, con una tasa de homicidios más baja que en la mayoría de las áreas, es extremadamente peligroso para las mujeres.

Aislada de las ciudades guatemaltecas más grandes, Jalapa es una versión concentrada de la desigualdad de género que alimenta la crisis de feminicidios, dicen los expertos.

“Es duro”, dijo Mynor Carrera, quien fue director en Jalapa del centro universitario más grande del país por veinticinco años. “A las mujeres se les trata seguido como a menores de edad en el hogar. Y la violencia contra ellas es aceptada”.

Hoy, el abuso doméstico es el delito más común en Jalapa. De las varias decenas de denuncias que las autoridades locales reciben por semana, alrededor de la mitad están relacionadas con la violencia en contra de las mujeres.

“Es el pan nuestro de cada día”, comentó Dora Elizabeth Monzón Rivera, la agente fiscal para asuntos de mujeres en Jalapa. “A las mujeres les toca mañana, tarde y noche”.

En el juzgado, el registro de sumarios del juez Eduardo Alfonso Campos Paz está lleno de casos así. La parte más sorprendente, dijo el magistrado, es que a la mayoría de los hombres les cuesta entender qué hicieron mal.

Campos Paz indicó que el problema no se elimina fácilmente al promulgar leyes o aplicándolas, debido a una mentalidad arraigada en los niños desde temprana edad y reforzada a lo largo de sus vidas.

“Cuando nací, mi mamá o mi hermana me traían la comida y bebida”, recordó el juez. “Mi hermana limpiaba lo que yo dejaba tirado y lavaba mi ropa. Si quería agua, ella se levantaba de donde estuviera para llevármela”.

"Nos enseñan que nos tienen que servir, y cuando no logramos eso, comienza la violencia”, afirmó.

Un concurso de belleza en Jalapa, Guatemala. A las chicas se les inculca que deben ser serviles .Foto: Daniel Berehulak, via: The New York Times
Un concurso de belleza en Jalapa, Guatemala. A las chicas se les inculca que deben ser serviles .Foto: Daniel Berehulak, via: The New York Times
La policía investiga le escena de un aparente feminicidio en Ciudad de Guatemala. Foto: Daniel Berehulak, via: The New York Times
La policía investiga le escena de un aparente feminicidio en Ciudad de Guatemala. Foto: Daniel Berehulak, via: The New York Times

En toda Guatemala, las denuncias por violencia doméstica han aumentado considerablemente, ya que más mujeres se presentan para reportar abusos. Pareciera que cada semana aparece en los periódicos un caso nuevo y espantoso de una mujer torturada, mutilada o deshumanizada. Es un eco de las violaciones sistémicas y la tortura que vivieron las mujeres durante la guerra civil de 36 años, que dejó una marca permanente en la sociedad.

Pero hoy, los países con las tasas más altas de feminicidios en la región, como Guatemala, también sufren de las más altas tasas de homicidio en general, lo cual hace que el feminicidio se ignore o se desestime como una cuestión doméstica privada que tiene pocas implicaciones a nivel nacional.

El resultado es una mayor disparidad. Mientras que los asesinatos en Guatemala han disminuido considerablemente en la última década, hay una diferencia significativa según el género: los homicidios de hombres han caído un 57 por ciento, en tanto que los asesinatos de mujeres han disminuido en tan solo un 39 por ciento, según datos del gobierno.

“La política es investigar la violencia que tiene un mayor interés político”, dijo Jorge Granados, director del departamento técnico científico del Instituto Nacional de Ciencias Forenses de Guatemala. “La política pública sencillamente no está concentrada en el asesinato de mujeres”.

Bajo la ley contra el feminicidio, en todas las regiones del país se debía instalar un tribunal especializado centrado en la violencia contra las mujeres. Más de una década después, solo trece de veintidós están en operaciones.

“El abuso por lo general ocurre en el hogar, en un contexto privado”, explicó Evelyn Espinoza, coordinadora del Observatorio de Violencia del grupo de investigación Diálogos. “Y el Estado no se involucra en el hogar”, agregó.

Lubia se enamoró de Gehovany de la manera rápida e imparable en la que se enamoran las adolescentes. Para cuando se fueron a vivir juntos, ya estaba embarazada.

Pero el alcoholismo y los abusos de Gehovany, así como sus expectativas sobre el papel de la mujer, se hicieron evidentes de inmediato. Él quería que ella estuviera en la casa todo el tiempo, incluso cuando él no estaba, dijo Lubia. Gehovany le dijo que no visitara a su familia.

Ella sabía que Gehovany consideraría una traición que lo dejara, en especial porque estaba embarazada de un hijo suyo. Ella sabía que también la sociedad lo pensaría así. Pero tenía que irse por el bien de su bebé y se sintió aliviada de haberse librado de él.

Hasta la noche del 1 de noviembre de 2015, alrededor de las 21:00, cuando él volvió para llevársela de regreso.

The New York Times trató de ponerse en contacto con Gehovany, quien huyó después del asesinato y luego se entregó a la policía. Sin embargo, como era menor de edad en el momento en el que cometió el asesinato, los funcionaros dijeron que no podían organizar una entrevista ni dar comentarios sobre el caso.

Su hermano mayor, Robert Ramírez, afirmó que Gehovany había actuado en defensa propia y que mató a la madre de Lubia por accidente.

A pesar de ello, Ramírez defendió la decisión de su hermano de enfrentar a la familia de Lubia aquella noche, a partir de una postura generalizada en Jalapa sobre el lugar que le corresponde a una mujer.

“Él tenía razón en regresar y recuperarla”, dijo. “Ella no debió haberlo dejado”, agregó.

Ramírez dirigió la mirada hacia su propia casa, ubicada en una colina barrosa y de la que salía un hilo de humo proveniente de un fogón al interior.

“Yo nunca le permitiría a mi mujer que me dejara”, concluyó.

Camino al norte

Romeo de Jesús Sasvin Domínguez se despertó de repente, sobresaltado por una idea.

Se fue al pueblo a toda prisa en la oscuridad, mientras los insectos zumbaban y una densa niebla cubría las montañas. En un solo día hizo todos los arreglos. Vendería su casa y usaría el dinero para poder irse a Estados Unidos.

Los 6500 dólares que obtuvo eran suficientes para comprar pasajes para él y su hija más pequeña, que entonces tenía 12 años. Viajar con una niña pequeña era más barato, y a veces significaba un mejor trato por parte de los funcionarios estadounidenses. Al menos eso le dijo el coyote.

Esperaba alcanzar a sus hijos en California. Con suerte podría encontrar trabajo, mantener a las niñas en Guatemala y lograr que le dieran asilo a toda la familia.

Foto: Imágenes satelitales de la NASA, via: The New York Times
Foto: Imágenes satelitales de la NASA, via: The New York Times

Una semana más tarde, en octubre, se fue con su hija. Un guía los ayudó a cruzar a México. Pronto llegaron al lado de una autopista, donde estaba estacionado un tractocamión. En su interior, hombres, mujeres y niños se metieron apretujados, con apenas espacio suficiente para moverse.

Un calor sofocante llenaba el espacio, pues el sol calentaba la caja metálica mientras en su interior los cuerpos se rozaban unos contra otros. Sasvin Domínguez relató que pasaron casi tres días en el contenedor antes de hacer la primera parada.

Los días pasaron borrosos, una serie de imágenes desdibujadas a través de la bruma del cansancio. Un hangar abierto, con el ruido sordo de los camiones. El desierto repleto de cactus. La luz del sol que resplandecía sobre los muros metálicos de una casa escondite.

Viajaron en al menos cinco camiones de carga distintos, según recuerda Sasvin Domínguez. El hambre era constante. Algunos días les tocaba comer media manzana. Otros, arroz y frijoles. Otras veces, nada.

Una noche vieron cómo golpearon a un hombre hasta dejarlo inconsciente por hablar después de que los coyotes le habían dicho que se callara.

“Me acuerdo de ese momento”, dijo la hija menor, cuyo nombre se mantiene anónimo porque aún es menor de edad. Sus manos se retorcieron por el recuerdo. “Me sentí aterrorizada”, dijo.

Días después, muerta de hambre, de sed y sin poder respirar aire fresco, ella se desmayó en un contenedor abarrotado con más de doscientos migrantes a bordo; mientras, su padre la sostenía en sus brazos y la abanicaba con unos documentos que tenía a mano.

A principios de noviembre llegaron a la ciudad fronteriza de Reynosa, México, donde los metieron a una casa de escondite. Después de semanas de camino, se estaban acercando.

Ese mismo día, los traficantes llamaron a uno de los hijos de Sasvin Domínguez para exigir otros 400 dólares a cambio de llevarlos a ambos del otro lado del río, hasta Texas. Si no pagaba, los echarían de la casa de seguridad y los dejarían a merced de la violencia de Reynosa.

Su hijo envió el dinero. Las extorsiones de último minuto se han vuelto algo esperado. Un día después, padre e hija abordaron una barca y entraron a Estados Unidos.

Caminaron por la densa maleza antes de encontrarse con una camioneta de la Patrulla Fronteriza, ante la cual se entregaron.

Sasvin Domínguez dijo que él y su hija pasaron cuatro días en Texas, en un centro de detención sin ventanas. El resplandor fluorescente de las lámparas en el techo iluminaba día y noche, por lo que les costaba trabajo dormir. Hacía frío. Los migrantes lo llamaban la hielera.

Cuando los liberaron ese mismo noviembre, a Sasvin Domínguez le colocaron un grillete electrónico de monitoreo en el tobillo y le dijeron que tenía que presentarse con las autoridades migratorias de San Francisco, donde podía comenzar el largo proceso de asilo.

Su hijo les compró los boletos de autobús y fue por ellos a la terminal. Era la primera vez que se veían en siete años.

En California

Un día soleado de junio, Sasvín Domínguez se dirigió a un parque, su hija pedaleando delante, encorvada sobre una biclicleta rosa diseñada para una niña mucho menor que ella. Detrás de él, su hijo y su nieto caminaban agarrados de la mano.

Atravesaron la quintaescencia del paisaje estadounidense: búngalos encaramados en ordenadas parcelas verdes, amplias aceras flanqueadas por frondosos robles que les daban sombra.

Sasvin Domínguez y su hija viven en el modesto apartamento de una recámara de la familia, que ahora está a reventar. Los adornos de la vida suburbana llenan el patio trasero: cajas de herramientas, carretillas, basureros de reciclaje.

Pero Sasvín Domínguez sigue suspendido en la tristeza y el miedo que dejó en Guatemala: sus hijas mayores todavía están atrapadas y no hay dinero para traerlas.

Además, el hombre dijo que el camino al norte, incluso si pudiesen costearlo, es demasiado peligroso para tres mujeres jóvenes y un niño pequeño. Su única esperanza es el asilo, afirmó.

Le han dicho que eso podría tardar años, si es que ocurre. En los tribunales se apilan los casos pendientes. Ni siquiera le han dado una fecha para su primera audiencia.

Romeo de Jesús Sasvin Domínguez en el área de la bahía de San Francisco donde lleva adelante su proceso de asiloCreditDaniel Berehulak para The New York Times
Romeo de Jesús Sasvin Domínguez en el área de la bahía de San Francisco donde lleva adelante su proceso de asiloCreditDaniel Berehulak para The New York Times

Mientras tanto, vive en una austeridad autoimpuesta, temeroso de abrazar su nueva vida, como si al hacerlo pudiera minimizar el daño que sus hijas todavía enfrentan.

En el parque había familias que cocinaban al aire libre, acompañadas de reguetón a todo volumen. La hija menor de Sasvin Domínguez jugaba a las luchas con su primo, quien nunca se cansaba del juego, sin importar cuántos puñados de pasto ella le metiera por la camisa ni cuántas veces él se alejara llorando.

Ella se ha adaptado mejor a su nueva vida. En junio, la menor terminó el sexto grado en la escuela local, que le encanta. Su hermano mayor tiene exhibido el certificado de graduación en el pequeño comedor.

La niña se pintó las puntas del cabello de color morado, un estilo que le agrada. Su rostro a menudo vuelve a perderse en la amplia sonrisa del pasado, cuando su madre la inscribía en concursos de belleza locales.

Pero a veces se vuelve violenta e impredecible y deja de hablar. Extraña a su madre, igual que a sus hermanas.

Atrapadas en Guatemala, Lubia y sus otras dos hermanas se mudaron a un pequeño apartamento, donde comparten una cama individual. En la pared hay un retrato de su madre.

Todas trabajan, hacen tortillas en el pueblo y, al salir, van directamente a casa, para evitar que las vean. Hace poco, Lubia se encontró a la madre de Gehovany.

La vida para las hermanas se mide en minúsculas mejorías, bocanadas de aire en el miedo sofocante. Apenas son más que niñas, que crían niños solas. La hermana de Lubia, que tiene 18 años, ahora tiene un hijo.

Intentan visitar seguido la tumba de su madre, un bloque de concreto verde rodeado de nopales.

“Nos quedamos aquí sin nada”, dijo Lubia.

Ella todavía lleva el estigma de lo que sucedió. Los vecinos, hombres y mujeres por igual, continúan culpándola por la muerte de su madre. Ya no le sorprende. Ahora con 20 años, dice que entiende que las mujeres casi siempre cargan con la culpa de los problemas en casa.

Le preocupa el mundo en el que crecerá su hijo, lo que ella pueda enseñarle y lo que él acabará por creer. Un día le contará sobre su padre, dice, pero ese día no está cerca.

Para entonces, espera estar en Estados Unidos, libre de la pobreza, la violencia y las asfixiantes restricciones para las mujeres en Guatemala.

“Aquí en Guatemala”, dijo, “la justicia solo existe en las leyes. No en la realidad”.

© "The New York Times"

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