(Foto: Reuters)
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Farid Kahhat

Aunque el carácter imprevisible del que se precia Donald Trump aún podría deparar sorpresas, pareciera que el espectro de una guerra comercial está siendo conjurado. Pendientes aún los detalles, y la Unión Europea (UE) suscribieron un acuerdo para detener (aunque no revertir) la escalada, y negociar su futura relación comercial.

Tal como hiciera Ronald Reagan en los años 80 en su negociación con Japón, el acuerdo comprende tanto promesas de liberalización a futuro como elementos de aquello que entonces se denominó “comercio administrado” (por ejemplo, el compromiso de la UE de incrementar sus importaciones de gas y soya estadounidenses).

De otro lado, Estados Unidos también suscribió un acuerdo con México, el cual podría convertirse en los próximos meses en la base de un acuerdo con Canadá. En otras palabras, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) seguiría existiendo bajo nuevos términos en materia de duración, reglas de origen y mecanismos de solución de conflictos.

Ciertos indicios sugieren que, producto de su acuerdo, Estados Unidos y la Unión Europea concentrarían ahora su atención en los conflictos de interés que dieron origen a la metáfora de la “guerra comercial”: aquellos que los enfrentan con China.

En materia de inversiones, por ejemplo, el Congreso de Estados Unidos está considerando proyectos legislativos que establecerían nuevas restricciones a la inversión extranjera en compañías que producen “tecnología crítica” para la “seguridad nacional”. La Unión Europea está considerando establecer restricciones similares y algunos de sus Estados miembros ya las adoptaron por cuenta propia. En forma reciente, por ejemplo, el Ministerio de Economía alemán alegó razones de seguridad para, por primera vez, prohibir la adquisición de una empresa de matriz alemana (Leifeld Metal), por una empresa china.

Impedir que tecnologías consideradas críticas para la economía y la defensa de Estados Unidos y Europa sean adquiridas por empresas de capital chino es solo una de las razones que motivan la adopción de ese tipo de restricciones. Otra razón que se esgrime para ello es que el Gobierno Chino establece restricciones comparables a la inversión extranjera en su país, o le exige como condición acuerdos de transferencia tecnológica. En ese contexto, la adopción de restricciones similares proveería a Estados Unidos y la Unión Europea de nuevos medios para ejercer presión en una eventual negociación con China.

Existen cuando menos otras dos razones para explicar la adopción de restricciones a la inversión de empresas chinas. La primera es que esas empresas, aun cuando son privadas, suelen tener una relación simbiótica con el Estado. Por ejemplo, en ocasiones colocan en cargos directivos a dirigentes del partido oficial pudiendo obtener a cambio un trato preferencial (como el acceso en condiciones favorables al financiamiento de la banca pública).

La segunda razón es que, según un estudio de la Corporación Rand, habría casos en los que inversionistas chinos adquieren empresas no solo para acceder a nuevas tecnologías, sino además para privar del acceso a ellas al Estado Norteamericano (dado que su Departamento de Defensa evita depender de empresas con inversionistas extranjeros).

Todo ello sin mencionar el papel geopolítico que, en ocasiones, desempeñan las empresas chinas. Contraviniendo las sanciones estadounidenses, por ejemplo, la estatal CNPC reemplazaría a la francesa Total en los proyectos gasíferos que esta abandonará en Irán.

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