Huir de Venezuela: Así es el tormentoso camino detrás del adiós. (Foto: Reuters)
Huir de Venezuela: Así es el tormentoso camino detrás del adiós. (Foto: Reuters)
Redacción EC

Parecen sosegados, pero tienen cansancio y, aunque muchos mantengan una mirada firme, sus ojos conocen el llanto. Ellos no solo comparten una acera como lugar de espera, sino una historia que se suma a la de millones de venezolanos que han dejado su tierra. Es cierto que la esperanza por un mejor futuro los consuela, pero separase de su familia los quiebra.

El sol se ha ocultado en las afueras del Terminal Expresos Flamingo. Ahora el frío y la zozobra se escabullen entre los abrigos. Algunas personas permanecen de pie cerca de una fogata improvisada, mientras que otras entran a sus carpas.

Madres solteras, padres, personas de la tercera edad e incluso niños, todos protagonizan una escena en la que se impone la adversidad ante la necesidad de comprar un pasaje a San Cristóbal o Maracaibo, destinos que les permitirán cruzar la frontera de Venezuela hacia Colombia.

“El tiempo me apura”, asegura José Heredia. Su ritmo de hablar comienza a pausarse cuando habla de sus dos hijos, pues sostiene que decidió marcharse para Cali, Colombia, con el propósito de poder conseguir un trabajo que le permita ayudarlos económicamente.

“Ellos van creciendo y yo tengo que comprarles una camisa, un interior o unas medias, pero ¿cómo hago eso?”, expresa Heredia, luego de afirmar que en Venezuela “vale más la comida bachaqueada que la quincena que cobras”.

A sus 43 años de edad, él no había imaginado que sería emigrante, mucho menos que dormiría cuatro noches en la calle para conseguir un pasaje. “Nos tienen como unos perros pasando trabajo”, dice con la misma seguridad que rechaza el progresivo aumento del precio de los boletos.

“Cuando llegué costaba Bs 2.500.000, también nos piden Bs 500.000 en efectivo porque si no, no viajamos. La segunda noche lo aumentaron a Bs 5.000.000, después llegó a Bs 8.000.000 y así estamos”, explicó con indignación, la misma que siente el resto de las personas que, como él, han tenido que correr en noches pasadas hacia el puente más cercano para esconderse de la lluvia.

La noche avanza y se aproxima el momento en el que Leonela Barreto debe hacer el chequeo de las listas. Se trata de una hoja de asistencia que realizan las mismas personas que están en la cola. Esto les permite verificar a las 9:00 pm, a la 1:00 am y a las 5:00 am quiénes continúan allí y que nadie se haya “coleado”. No se aceptan excepciones, quien no responda a su nombre en esas horas, simplemente desaparece de la lista.

Guerrero relata que desde hace dos años está residenciada en Cali, pero volvió a Venezuela para ver a su madre que está enferma. Ahora debe regresar a su trabajo y las tres noches que ha dormido en las afueras del terminal han sido en vano.

“Conseguí un país lleno de hambre”, dice la joven, que a sus 23 años de edad no está exenta del dolor. Ella tiene que dejar a su hijo de 5 años de edad y asegura que no hay día que no llore. “Cuando esté en Colombia lloraré hasta que vuelva a ver a mi hijo”, agrega al mismo tiempo que asiente con la cabeza.

El caso de Guerrero no es muy distante que el del resto de hombres y mujeres que, entre hambre y agotamiento, permanecen allí con la ilusión de ofrecerles un mejor futuro a sus familiares.

Entre silencios se asoma el alba y el desvelo se marca en sus ojeras. Las dudas no cesan, más de uno no deja de preguntarse si ese día podrá conseguir pasaje, si la noche a la intemperie habrá valido la pena.

Después de mediodía, hay personas que todavía siguen en la espera. Entretanto, Edgar Díaz sale de la taquilla con un pasaje a San Cristóbal en sus manos. Alto y de tez morena, afirma que él “ya no da para más” en Venezuela.

Su pantalón desgastado refleja los más de 30 kilos que rebajó en los últimos dos años. “No era por hambre, era por preocupación. Amanecía haciendo colas en los supermercados”, dice Díaz, quien en las próximas horas tendrá que despedirse de su esposa y de su hija de 5 años de edad.

Confiesa que tiene temor. Su destino final es Perú, y desconoce qué le espera allá. Edgar entrelaza sus manos y al pensar en su hija, se le escapan varias lágrimas. No sabe lo que le dirá cuando se marche, porque ella piensa que se trata de un viaje corto con retorno.

“Me voy con la promesa de poder comprar rápido los útiles a la niña para que pueda seguir sus estudios”, expresa mientras empieza a caer la lluvia.

Algunos toman sus equipajes y corren hacia algún techo, otros toman un cartón para evitar mojarse. Por su parte, Norkys Pacheco se sienta cerca de la puerta principal del terminal. Su hijo permanece a su lado y ella no deja de observarlo.

“Él se va a cruzar otros horizontes para ver qué puertas se le abren”, dice Pacheco, quien asegura que nunca pensó que se iba a separar de su único hijo. Él acaba de terminar el bachillerato y tomó la decisión de irse a Barranquilla, ciudad donde sus familiares lo esperan.

“El primer día que me dijo que se iba a ir, fue muy difícil para mí”, cuenta Pacheco. Sus ojos no disimulan su tristeza y por momentos, su voz se entrecorta. Ahora no sabe cuándo volverá a verlo.

Más personas empiezan a llegar a la sala de espera. Ningún equipaje resulta suficiente para guardar los afectos. Entre abrazos algunos comienzan a darse palabras de aliento. El calor comienza a incrementarse ante la falta de aire acondicionado, pero eso no parece preocuparles después de los obstáculos que enfrentaron.

El autobús se ve al otro lado y varias personas comienzan a hacer la cola para entregar el equipaje. No hay vuelta atrás, la hora de decir “adiós” ha llegado.

Fuente: Un texto de Fabiana Cantos de El Nacional de Venezuela / GDA

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