(Foto: Reuters)
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Virginia Rosas

Durante los años dorados en que Lula da Silva fue presidente (2003-2010),  crecía a un ritmo de 5% anual, se codeaba con los países más grandes del planeta, reclamaba un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y se convertía en promotor del G-20, un foro económico ampliado derivado del G-8.

Practicaba la autonomía, el multilateralismo y la independencia. Era neoliberal, con una política de asistencia social que complacía tanto al Banco Mundial como al FMI. Lula llegó a ser considerado uno de los mejores presidentes del país. Los escándalos de corrupción se multiplicaban en el Partido de los Trabajadores, pero no lo salpicaban. Cuando entregó el cargo a su delfín Dilma Rousseff ostentaba un envidiable 80% de popularidad.

Otro es el Brasil que elige presidente mañana. El país que en el 2013 marchó contra la corrupción y el alza del costo de vida parece dirigirse al despeñadero.

Brasil es un enfermo psiquiátrico aquejado de paranoia política, diagnostica el psicoanalista Tales Ab’Saber: “Una clase media paranoica y radicalizada, políticos que presentan ideas viejísimas como si fueran nuevas y partidos que actúan como amebas sin principios ni ideologías”.

Jair Bolsonaro, el candidato de extrema derecha, nostálgico del régimen militar, misógino, homofóbico y racista encabeza las encuestas, con una intención de voto del 32%, nueve puntos más que el candidato del PT, Fernando Haddad, tardíamente designado como el delfín de Lula.

Los analistas explican que los brasileños están enfadados por su pasado reciente. Bolsonaro “habla directo, con el lenguaje del pueblo”, dicen sus partidarios. La estrategia consiste en señalar solo al PT como responsable de la corrupción de Lava Jato y así hacer olvidar que todos los partidos en el poder estuvieron involucrados.

Aunque buena parte de la derecha rechaza el discurso ultrarradical y antidemocrático de Bolsonaro, se consuela pensando que su consejero económico es Paulo Guedes, un ‘Chicago Boy’ que promete grandes privatizaciones para reducir el déficit público, lo que permitiría –sueñan ellos– conservar una buena relación con los mercados. Hacen oídos sordos a la revista “The Economist”, que ha advertido que Bolsonaro es “una amenaza para América Latina”.

Ab’Saber define a la ultraderecha de Brasil como un fascismo vulgar que amenaza contagiar el país. “El fascismo a la brasileña estaba escondido en los sótanos de la tradición autoritaria del país”, dice. “Aunque igualmente intolerante y violenta, nuestra versión del fascismo, vulgar y ordinaria, no alcanza la grandeza imperial del fascismo italiano ni la del nazismo, espectacular en su pulsión de muerte”.

En este país enloquecido no todo está perdido. Habrá una segunda vuelta que se vislumbra como un empate técnico entre Bolsonaro y Haddad. Las mujeres se han movilizado en masa contra el candidato de la extrema derecha y un 50% afirma que no votaría jamás por él. Será gracias a ellas si el fiel de la balanza se inclina, finalmente, por la democracia.

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