(Foto: AFP)
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Virginia Rosas

En el 2015, , quien a la sazón tenía 34 años, produjo y protagonizó una película, “Muerte suspendida”, en la que se interpretaba a sí mismo como miembro del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) de Venezuela.


El oficial Pérez, por aquellos tiempos, explicaba orgulloso “las cosas buenas” que emprendía la policía en su lucha contra la delincuencia. Complacido con el éxito del filme decidió dedicarse al cine, sin abandonar su carrera de oficial.

¿Qué pasó entonces para que Óscar Pérez –dos años después– se montara en un helicóptero y lanzara granadas contra el Tribunal Supremo de Justicia y el Ministerio del Interior, convirtiéndose así en el hombre más buscado de Venezuela?

Resulta difícil de creer que con un puñado de hombres armados, pertenecientes a las fuerzas policiales, pretendiera traerse abajo al régimen chavista que se sostiene en su guardia pretoriana. Difícil también pensar que guardaba la ilusión de que la dividida oposición lo respaldara. Ayer, el ministro del Interior anunció su muerte.

Óscar Pérez, quien no dejó de transmitir por las redes sociales desde que las fuerzas del orden atacaron su escondite, dijo que él y sus hombres estaban dispuestos a rendirse, pero que les estaban respondiendo con granadas.

Una ejecución extrajudicial no solo debería despertarnos repudio, sino muchas interrogantes. ¿Por qué ultimar a quien puede ser fuente de información sobre los actos cometidos y el apoyo recibido? ¿O matando al protagonista se acalla un plan urdido por el propio régimen, en el que el novel héroe/actor había quedado atrapado en su propia confusión entre ficción y realidad?

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