(Foto: AFP)
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Virginia Rosas

Dicen quienes estuvieron presentes en esa audiencia –de abril del 2015–, en que se desestimó su último recurso ante la justicia brasileña para librarse de la condena de 19 años de cárcel, que lloró como un niño antes de acogerse a la delación premiada.


Él, que odiaba a los delatores, se convertiría en uno de ellos para reducir su pena y para preservar el imperio familiar, fundado por Norberto, su abuelo adorado.

Junto a él otros 77 ejecutivos se acogieron a la delación premiada, ocasionando el terremoto político que se vive en 26 países, desde Brasil hasta Angola, pasando por el Perú.

El preso 118065 cambió ayer su celda de 12 metros cuadrados, en la que el único privilegio que recibía era una barra de cereales que ingería para evitar sus crisis de hipoglucemia, por su enorme mansión de 3 mil metros cuadrados en Sao Paulo, en donde será rastreado por una tobillera electrónica.

Una cierta extrañeza debe haber sentido el ‘príncipe’ cuando fue encarcelado. Él como presidente de Odebrecht había actuado como lo hicieron su abuelo y su padre desde aquellos tiempos en que tras ganarse la confianza de los militares, gracias a jugosas coimas durante la dictadura (1964-1985), el grupo crecería enormemente. Prueba de ello, la construcción de dos obras estratégicas para Brasil: el aeropuerto Galeao de Río de Janeiro y la central nuclear de Angra dos Reis.

Terminada la dictadura, Emilio, su padre, montó un sistema de clientelismo con todos los partidos políticos, a cuyos líderes invitaba a suntuosos banquetes en donde se les ofrecía una ‘colaboración’ que luego debía ser retribuida si accedían al poder. Ese es el esquema que vio Marcelo y que –adicto al trabajo como es– internacionalizó a escalas inimaginables.

Su familia cercana (padres y hermana) distanciada de él no le reprocha –por supuesto– que haya continuado con las prácticas de sus antecesores, sino el haber despertado sospechas al abarcar tanto en tan corto tiempo.

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