(Foto: EFE)
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Virginia Rosas

Estamos contemplando el primer capítulo de una quiebra anunciada. La deuda externa de asciende a 150 mil millones de dólares y en sus arcas tiene apenas 10 mil millones en reservas. ¿Cómo hará –con un PBI que ha disminuido 36% en cuatro años– para honrar antes de fin de año los más de 1.400 millones que debe reembolsar como servicio de su deuda?

Tan anunciada es la quiebra que el mes pasado el FMI señaló que esta no tendría mayor relevancia en los mercados, así como mínimos o nulos efectos en los países de la región.

Nada de esto se habló en la fugaz reunión que el Gobierno Venezolano sostuvo con sus acreedores, y en la que el vicepresidente Tareck el Aissami monologó para insistir en el tema de la persecución financiera que EE.UU. ha emprendido contra su país, en connivencia con los mercados financieros internacionales.

Si bien en la agenda de esta reunión la calificadora Standard&Poors solo declaró en default parcial a Venezuela, nadie desconoce la avalancha de impagos que Caracas viene acumulando y que la pueden conducir al despeñadero.

Y aunque El Aissami haya salido con aire triunfante de la reunión, lo cierto es que el único acuerdo que logró fue el de convocar a una futura cita, cuya fecha aún no ha sido fijada.

Venezuela pretende reestructurar o borrar de un plumazo su deuda, con lo que agravaría aún más la recesión que sufre, pues esta medida acarrearía la expulsión de PDVSA de los mercados internacionales y la expondría a procesos judiciales y embargos de sus activos en el extranjero.

Nicolás Maduro dice que no declarará a su país en quiebra. Seguro confía en el apoyo de sus dos principales aliados: Rusia, su proveedor más importante de armas, y China, que le compra todo el petróleo que puede a cambio de bienes.

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