El 17 de agosto de 1822, el huamachucano José Faustino Sánchez Carrión escribió la célebre “Carta al editor de El Correo Mercantil, Político y Literario”, sobre la forma de gobierno conveniente al Perú. En la epístola, ‘El Solitario de Sayán’ reflexiona sobre la división de los poderes del Estado y los vicios que pervierten el poder parlamentario cuando los padres de la patria no son conscientes de sus deberes para la nación y su pueblo. Dice la misiva que, “el mismo cuerpo legislativo que, por la circunstancia de ser el inmediato representante del pueblo, podía aparecer en todo evento, justo y liberal, suele complotarse, desgraciadamente, contra este, si para su formación, no tienen las leyes un sostenimiento en la reforma o contradicción de otros sufragios, que, sin ser de aquel cuerpo, se consideren, como su complemento o parte constitutiva”.
Menos de tres años después, el 10 de febrero de 1825, tras la victoria definitiva de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824, el libertador Simón Bolívar se dirigió al Congreso de la nación y presentó su renuncia al cargo de dictador vitalicio que le fuera conferido. En esa recordada sesión, se lamentó del poder que concentró en su persona, felicitó al pueblo por haberse librado del despotismo y sentenció: “Prescribid para siempre, os ruego, tan tremenda autoridad”.
Un bicentenario nos separa de los tiempos en los que Sánchez Carrión y Bolívar nos señalaron qué previsiones debíamos tomar para construir una república sustentada en instituciones sólidas, que colaboren entre sí y se mantengan independientes unas de otras. Nos advirtieron, también, sobre la amenaza para la democracia que representa la concentración del poder en manos de un solo hombre o mujer.
En el siglo XIX, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche habló del “eterno retorno de lo mismo”. Nietzsche dijo que nada era original y que lo nuevo consistía solo en la repetición de lo viejo pero en otro contexto. Y somos, al día de hoy, una república que ha repetido hasta el cansancio los vicios políticos de los que nos advirtieron Sánchez Carrión, Bolívar y tantos otros prohombres de la patria.
El XIX fue el siglo del despotismo antiguo de los caudillos militares. Tuvieron que pasar 50 años desde la Independencia para que, en 1872, Manuel Pardo, un civil, llegase a Palacio. No fue fácil, la calle decidió: los cuerpos sin vida de tres militares insurrectos colgaron de las torres de la Catedral de Lima. Ese fue el precio a pagar para adoptar un gobierno que finalmente habló de ciudadanía, de educar a las masas y de ser iguales ante la ley. Pero a Pardo lo suplantó otro presidente militar, mientras el estallido de la Guerra del Pacífico en 1879 nos aseguró despotismo hasta 1895.
A la República Aristocrática (1895-1919) la hemos vapuleado mucho por su apellido, que debió ser compuesto. Solo Pedro Planas (1994) advirtió que el imperio de la Constitución, con el voto de pocos, es el paso previo a la política de masas. Sin embargo, Leguía, y después Sánchez Cerro, y después Benavides, y después Odría, y después Velasco aplazaron, una y otra vez, la construcción de la República peruana.
Por cierto, tuvimos una república democrática en la década del ochenta, que legaron al Perú Víctor Raúl Haya de la Torre y Luis Bedoya Reyes con la Constitución de 1979. Pero la crisis económica, la violencia terrorista, los dos gobiernos fallidos y un país que se había convertido en otro, frustraron esa posibilidad, tanto como la frustraron un presidente democrático que decidió no serlo más y su inescrupuloso asesor. En el 2000 volvió la democracia, pero sin su alma republicana, sin instituciones que entendiesen que se trata de colaborar entre sí, y sin el partido político, su protagonista principal.
No todo el horizonte es borrascoso, el nuevo milenio trajo la tecnología y a un nuevo actor político: el ciudadano informado, a quien moviliza su propia utopía republicana. En simultáneo, retumban en las plazas públicas las palabras de Sánchez Carrión cuando dijo que las reformas y los sufragios externos al Congreso deben activarse cuando la representación parlamentaria disuena de la expectativa popular y claudica de representarla. Tal vez sean los tiempos de dejar de retornar eternamente a lo mismo. Una república bicentenaria nos espera.