(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Pankaj Mishra

“El petróleo está fluyendo nuevamente hacia los mercados libres del mundo”, declaró “The New York Times” en 1954, cuando Mohammed Reza Pahlavi, el sha de Irán, visitó Estados Unidos. El año anterior, un golpe apoyado por la CIA había derrocado al primer ministro electo de Irán, Mohammed Mossadegh, y en unos pocos años la CIA ayudaría a fundar Savak, la agencia de seguridad diabólica del sha responsable de la tortura y la desaparición de incontables disidentes. Sin embargo, según “The Times”, Mossadegh estaba “donde pertenece: en la cárcel”, e Irán bajo un monarca abierto a “nuevos y auspiciosos horizontes”.

Un año después, “The Atlantic Monthly” calificó al sha como “una fuerza articulada y positiva”, resumiendo así el tono de la cobertura que había realizado la prensa estadounidense de un despiadado usurpador, muchas décadas antes de que políticos, inversionistas y periodistas en Estados Unidos comenzaran a elogiar a otro potente aliado norteamericano: el príncipe heredero , de , que ahora es acusado de crímenes indescriptibles, incluido el asesinato y el desmembramiento con una sierra para huesos del periodista Jamal Khashoggi.

Durante meses, Mohammed Bin Salmán fue presentado como una figura revolucionaria por la prensa estadounidense. Jeffrey Goldberg, editor de “The Atlantic”, afirmó que su llegada fue tan trascendental como el colapso de la Unión Soviética. David Ignatius, de “The Washington Post”, regresó de Arabia Saudí con la percepción de que el príncipe estaba creando “una sociedad más moderna, más emprendedora, menos rígida y más orientada hacia los jóvenes”.

El reciente romance occidental se ha estropeado con un príncipe árabe que no ha sabido ofrecer lecciones de precaución. Hasta el 2011, Seif al-Islam Gadhafi, hijo del dictador libio, fue presentado como un modernizador incondicional por muchos miembros del ‘establishment’ angloamericano. Según informes, incluso consiguió que Tony Blair, el ex primer ministro de Gran Bretaña, al que describió como un “amigo cercano y personal”, comentara su tesis de PhD en la London School of Economics. Esa ilusión se hizo añicos en el momento en el que Gadhafi reprimió ferozmente a los oponentes de su padre durante las protestas de la Primavera Árabe.

¿Por qué las élites occidentales sucumben una y otra vez ante la fantasía de un reformador juvenil y un modernizador de alto vuelo en el Este?

Indudablemente, los hombres y las mujeres cuasi occidentales del exótico Oriente adulan las autoimágenes blancas. Estos herederos de poder y riqueza aparecen como personas tranquilizadoras y familiares. Como sofisticados cosmopolitas que se encuentran al día con los códigos del liberalismo burgués, a diferencia de los nativos groseros –como el iraní Mahmoud Ahmadinejad–.

Bin Salmán, por ejemplo, puede supervisar serenamente las masacres en Yemen al tiempo que promete dejar conducir a las mujeres saudíes. Del mismo modo, la primera ministra de Pakistán, Benazir Bhutto, una alumna de Harvard y Oxford, se presentaba ante sus pares occidentales como una feminista radical, mientras saqueaba el tesoro de su país.

Adquiriendo mansiones en Surrey (Inglaterra) y en Palm Beach (Florida), derrochando en Cartier y Bulgari, Bhutto y su esposo –Asif Ali Zardari– ayudaron a fortalecer una percepción generalizada en el mundo poscolonial: que sus gobernantes caros y bien educados son tan venales como socialmente liberales. En Occidente, sin embargo, Bhutto podía contar, hasta su asesinato en el 2007, con sus redes Ivy League-Oxbridge que la presentaban como una valiente modernizadora de sus intratables y atrasados compatriotas. Ignatius, de “The Washington Post”, afirmó tras su muerte que ella fue “la voz pakistaní más potente para el liberalismo”, que había logrado abrazar el mundo moderno con “confianza y coraje”.

El confiable y valiente occidentalizador fue también el rol que le asignó la prensa occidental al presidente de Siria con educación británica, Bashar al Assad, y a su esposa británica Asma. Justo cuando la Primavera Árabe comenzó a movilizarse en el 2011, la revista “Vogue” publicó un perfil de Asma Assad, describiéndola como “la más fresca y magnética de las primeras damas”.

Los asuntos estratégicos, por supuesto, también pesan en las mentes encantadas por los príncipes magnéticos y las princesas del Este. Para muchos expertos en Washington D.C., así como para el presidente , la repugnancia de Bin Salmán hacia Irán y su ternura hacia Israel bastan para anular todas las demás consideraciones. También es cierto que, al igual que con el sha de Irán, se puede ganar mucho dinero vendiendo cosas al príncipe que su país no necesita.

Sin embargo, la débil moral privada, la cínica ‘realpolitik’, la avaricia desnuda y el culto a las celebridades no explican por completo a una miopía que excusa a los delitos grotescos hasta que estos se vuelven prácticamente imposibles de ocultar. Esta debilidad por el despotismo casi iluminado en el sur global se debe a un miedo visceral a las masas políticamente desafectadas. Además, el desencadenamiento de la fuerza letal contra ellos no es un lapsus moral ocasional. Es una forma preferida de disciplinar y castigar a una oposición potencialmente volátil.

Ciertamente, las instituciones y los individuos poderosos de Occidente empujaron ansiosamente proyectos de occidentalización abiertamente coercitivos. Por ejemplo, Sanjay Gandhi, un autoproclamado devoto de los mercados libres y el gobernante de facto de la India a mediados de la década de 1970, no solo encarceló a la oposición política, sino que también dirigió la esterilización forzada de millones de pobres mediante un programa de control de la población promovido agresivamente en el Tercer Mundo por la Fundación Ford, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Más de 6 millones de indios fueron esterilizados en apenas un año. Cuando el presidente del Banco Mundial, Robert McNamara, visitó a una aterrorizada India en 1976, se dedicó a elogiar el “enfoque disciplinado y realista” del gobierno y el desprendimiento general de las “ideologías socialistas”.

Sucesivos presidentes estadounidenses han librado guerras sin ley en el Este. Recientemente, uno de los países más ricos de la región, Arabia Saudí, ha intentado matar de hambre a un Yemen casi indigente, con la ayuda de un arsenal de vanguardia suministrado por algunas de las principales democracias liberales del mundo.

Muchos fanáticos de Bin Salmán en Occidente pugnan ahora por repudiarlo. Pero el príncipe es solo el último –aunque lamentablemente cruel– exponente del asombroso y turbador salvajismo que muchas élites occidentales han considerado vital durante mucho tiempo para la pacificación de los intransigentes no occidentales. Y no hay nada excepcional, en la extensa miseria moral creada por ellos en el extranjero y ahora profundizada por el presidente Trump en su país, en la respuesta aparente del príncipe Mohammed contra un crítico leve: la exterminación brutal y la mutilación de su cadáver.

© The New York Times
–Glosado y editado–