Los penales en el Perú son lugares inaccesibles por razones de seguridad, pero también por una invisibilización de parte de nuestra sociedad. Rara vez ocurren milagros que permiten que nos acerquemos a ellos con ojos de respeto o conmiseración.
En el 2003, me tocó contribuir a materializar un milagro. El Programa del Fondo Mundial de Lucha contra el VIH/SIDA y la tuberculosis en el Perú buscaba reducir las altas tasas de estas graves dolencias entre la población penitenciaria. La conjunción de esfuerzos del INPE, el Ministerio de Justicia (Minjus) y la cooperación internacional permitió una intervención que tuvo como protagonistas tanto al personal de salud penitenciaria como a los propios internos. Así, construimos una clínica en el Penal de Lurigancho, un albergue para reos con TBC y VIH, y algunas clínicas dentro de los principales penales del país. Este contacto me permitió conocer un mundo de abnegación y sacrificio de parte del personal de salud que trabaja en nuestras cárceles.
¿Qué mueve a estas personas a ejercer su profesión en esos lugares en donde muchos no resistirían? No tengo la respuesta y, ciertamente, esta no está en la retribución material, que es magra. Hay, dentro de ellos, una fortaleza interior y una resistencia que se parece mucho a la de los intensivistas, con la excepción de que, en el caso de la salud penitenciaria, el tratamiento procura también fortalecer el alma de los reclusos. Esta área del sistema penitenciario se conoce como Dirección de tratamiento. En la actualidad, en el Perú existen casi 90.000 internos distribuidos entre 68 penales. Para ellos, se dispone de un contingente de 1.764 trabajadores en las subdirecciones de tratamiento, de los que apenas 65 son médicos.
Es cierto que se han conseguido algunos avances desde el 2003, gracias al trabajo de profesionales como el Dr. José Best y el Dr. José Luis Pérez Guadalupe, que lograron que los internos pudiesen contar con la protección del SIS. Sin embargo, estos esfuerzos no han bastado para superar una injusta postergación del personal de salud penitenciaria, cuyas condiciones laborales (incluidas sus remuneraciones) son, de lejos, bastante riesgosas para su salud y su seguridad en comparación con sus pares de la seguridad social y del sistema público de salud.
Quizás la mayor desventaja de estos trabajadores no radique en el medio en el que se desenvuelven, sino en el ministerio del que dependen: el Minjus.
El año pasado, durante la primera ola de la pandemia del COVID-19, las prisiones sufrieron intensamente: 453 internos y 53 trabajadores penitenciarios fallecieron a causa del virus. En esta segunda ola, ya han perdido la vida ocho internos y siete servidores del INPE, mientras otros nueve luchan por su vida en una UCI. El Perú es el primer país en mortalidad por COVID-19 en América Latina y el décimo en el ránking mundial, con una tasa de 122 fallecidos por cada 100 mil habitantes. Pero esta cifra palidece frente a la tasa de mortalidad de 494 fallecidos por 100.000 internos y de 415 fallecidos por 100.000 servidores del INPE.
Frente a esta realidad, ¿cuál es la respuesta de las autoridades en materia de salud y seguridad en el trabajo penitenciario? Pues se ha relegado a los trabajadores penitenciarios, en general, y a los trabajadores de salud penitenciaria, en particular, durante el proceso de vacunación contra el COVID-19. A pesar de esto, empero, todavía estamos a tiempo de corregir esta injusticia: se trata solamente de 11.000 trabajadores penitenciarios y, dentro de estos, de 1.764 integrantes de las subdirecciones de tratamiento de los penales. Considerarlos en la primera fase de vacunación no solo es un acto de justicia, sino también de reivindicación luego de tantas postergaciones.