(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfredo Thorne

Recurrentemente los economistas nos preguntamos sobre la relación entre economía y política. La decisión del presidente de plantear una hace unas semanas reanimó este debate. Aun cuando los economistas sabemos que existe una relación entre economía y política, nos resulta más difícil cuantificarla, por los mecanismos tan complejos por los que se retroalimentan. Sin embargo, el análisis de la economía política es más antiguo que la propia economía y estuvo muy presente en las obras de Adam Smith, John Stuart Mill y David Ricardo.

La relación entre política y economía no es mecánica, como algunos la han descrito, y es bastante más sutil de lo que nos imaginamos. Lo más difícil de dilucidar es el efecto cíclico o de corto plazo, lo que llevó a muchos a describir esta relación como “cuerdas separadas” y postular que cada una iba por su propio lado. El mecanismo de transmisión más evidente por el que la política influye sobre la economía es por medio de la confianza de los inversionistas y consumidores que, a su vez, influye sobre sus decisiones de gasto.

Estos efectos son medibles y tanto la encuesta de mayo del Banco Central de Reserva (BCR) como la del SAE de la consultora Apoyo ya evidencian el efecto negativo del enfrentamiento entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. Sin embargo, esta conexión cíclica es muy difícil de medir, pues otros choques, como el de la guerra comercial, sucedieron al mismo tiempo. Lo que sí sabemos es que, como decía un ex ministro mexicano en plena crisis política de 1994, “la confianza toma mucho tiempo ganarla y muy poco en perderla”. Si esto fuera cierto, recuperarnos de los choques políticos no sería inmediato.

Más sutil es lo que yo llamaría la contrarreforma silenciosa. Los enfrentamientos entre Ejecutivo y Legislativo finalmente resultan en una parálisis legislativa; esto a su vez impide que las reformas estructurales, que son la gasolina que alimenta nuestra tasa de crecimiento potencial, se empiecen a evaporar. Siendo esta la tasa a la que podemos crecer cuando usamos a plena capacidad nuestros factores de producción como trabajo y capital y la forma en la que los combinamos, la falta de reformas nos impide acelerarla. Más aun, estos enfrentamientos y el recurso al populismo usualmente resultan en contrarreformas, es decir, en retrocesos en muchas de ellas. Como ejemplos podemos mencionar los retrocesos en la reforma educativa, tan importante para absorber las nuevas tecnologías; o la laboral, que ha resultado en un recrudecimiento de la informalidad laboral; o la complejidad tributaria, que limita la movilidad de trabajo y capital.

También habría que anotar que, en una economía globalizada como la nuestra, nuestro crecimiento no solo depende de nuestras reformas estructurales, sino de las de nuestros socios comerciales. En economía es ya muy conocido que lo que nos hace crecer es la inversión en conocimiento. Y esta carrera tecnológica global hace que si dejamos de innovar, de realizar reformas, nuestra tasa de crecimiento potencial empiece a desacelerarse. Siempre he descrito que el proceso de desarrollo es como subir una escalera mecánica en sentido opuesto –si no avanzas, retrocedes–. Esta parálisis legislativa que vino gestándose desde años atrás nos ha hecho mucho daño. Por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) calcula que nuestra tasa de crecimiento potencial fue de solo 3,7% en el 2017, habiendo caído desde 5% en 2009-2016 y de 5,7% en 2001-2008. Nuestros cálculos indican que ha seguido bajando y está entre 3 y 3,5%.

El tercer mecanismo de transmisión es la crisis política completa, cuando uno de los dos poderes del Estado se impone sobre el otro, o cuando hemos experimentado golpes de Estado. Equivale a una crisis de confianza plena; cuando la democracia pierde sus balances de poderes y los derechos de los inversionistas dejan de respetarse; los compromisos implícitos de política económica, como el ancla fiscal, se quiebran; y los consumidores perciben caídas bruscas de sus ingresos y ajustan en concordancia sus gastos. Este fue el caso del golpe de Estado de 1948, el de 1968, el cierre del Congreso en 1992 y la crisis política del 2001. En la mayoría de estos episodios hemos experimentado desaceleración económica y en muchos otros hasta recesiones.

A manera de balance de riesgos, conviene preguntarse cuánto de esta pérdida de crecimiento la compensa la reforma de nuestro sistema de justicia y político en la que se ha embarcado el Gobierno. Una forma de analizarlo es, como hacen las agencias de evaluación crediticia, midiendo nuestro desarrollo institucional, precisamente lo que estas reformas tratan de mejorar. De hecho, según el calculado por el Foro Económico Mundial, el Perú está en los últimos lugares en desarrollo institucional. Por ejemplo, en independencia de nuestro sistema de justicia en su evaluación del 2018 estamos en el puesto 115 de un total 140 países; y en derechos de propiedad, en el 117 de 140. Debemos de asumir que ambas reformas –la judicial y política– deberían añadir al progreso económico al darnos mayor transparencia. Pero solo avanzar en estas reformas y dejar que las estructurales económicas sustraigan crecimiento es como pretender hacer avanzar una carreta con un caballo jalando en una dirección y el otro en la otra, necesitamos que ambas –la reforma institucional y la económica– jalen simultáneamente. Así es como los países han alcanzado el desarrollo.