El encanto del bien, por Gonzalo Portocarrero
El encanto del bien, por Gonzalo Portocarrero
Gonzalo Portocarrero

El tema del mal despierta mucho más interés que el tema del bien. Es como si para la humanidad, la presencia del mal representara un problema más grave o urgente que la debilidad del bien. Sobre el mal tenemos reflexiones muy interesantes. La figura emblemática del mal, aquella que dispara nuestra inquietud más lejos y con más fuerza, es el torturador que, cumplida su infame tarea, llega a casa para cuidar amorosamente de sus hijos. No es un demonio, y el desafío es comprenderlo. 

La filósofa Hannah Arendt trató de trascender la perplejidad que esta figura desata en el sentido común. Para ello elaboró el concepto de “banalidad del mal”. Resulta que detrás del mal no hay abismos ni profundidades, tan solo una idiotez moral, una falta de pensamiento, un despreocuparse de todo lo que no sea aquella orden que justifica nuestro lugar en el mundo. 

Entonces, los seguidores de Hitler que se dedicaron a implementar la “solución final”, la destrucción del pueblo judío, eran solo funcionarios envanecidos por la presunción de creerse superiores, gente que confiaba ciegamente en su líder, pues a él habían delegado la solución de sus problemas morales. Si todo lo que decide Hitler está bien, y Hitler mismo había autorizado el exterminio de mujeres y niños, entonces la cosa estaba clara por más intrincada que pudiera parecer. Hitler sabe lo que hace y es la garantía última de que el exterminio se justifica aunque no se llegue a saber exactamente por qué. 

Otra línea de reflexión sobre el mal se inicia en la interrogación de la crueldad, del goce del perpetrador. Muchas pistas nos llevan a pensar que el gusto por hacer sufrir tiene como raíz vivenciar la propia superioridad, aquella que queda puesta en evidencia en la destrucción del otro. Aquí no hay razones ideológicas, ni una expectativa de justificación. Así como el niño pisa, feliz y despreocupadamente, nidos de hormigas, así mucha gente actúa sus impulsos destructivos cediendo a una expectativa placentera que no siente porque tiene que inhibir. El otro es alguien extraño, sacrificable a las demandas de excitación. 

Tenemos entonces dos figuraciones sobre el mal. En la primera, el fanático no pretende gozar con el mal que hace. En todo caso, ese goce sería una suerte de recompensa secundaria, pues lo esencial es cumplir una misión: reordenar el mundo; ser el instrumento orgulloso de esas verdades absolutas que reclaman ser obedecidas. El fanático tiende a la inmolación. La segunda figura del mal encuentra su modelo en el sádico que busca su goce en la destrucción o el maltrato del otro. Es la acción que más disfruta. Estas figuras permiten clasificar a los agentes del mal. Y, quizá, saber cómo enfrentarlos. 

La reflexión sobre el bien no se ha desarrollado tanto. En la tradición cristiana hacer el bien está ligado a la idea de cumplir los mandatos de Dios. Buscando su redención, tratando de evitar el castigo, el creyente sacrifica sus impulsos. Entonces, por ejemplo, no agrede aun cuando es agredido. Y Jesús nos manda poner la otra mejilla. La expectativa implícita, dice Kolakowski, es dar al agresor una oportunidad para pensar en lo que hace. Una vez ida la cólera, después del primer golpe, sería posible el diálogo y el establecimiento de la confianza. El bien estaría impulsado por la condena de la violencia, que, al inhibir los escalamientos, favorece el desarrollo de la comprensión. Quizá sean, sobre todo, las mujeres las que ponen, sin garantía, la otra mejilla. 

Para que sea posible la vida humana el bien (el amor, la alegría) ha de superar al mal. Pero, últimamente, lo más atractivo y excitante se vincula al mal, a lo transgresivo. Sucede que es cada vez menos convincente la idea del bien como sacrificio con que combatimos nuestra naturaleza pecaminosa. En realidad, el encanto del bien puede más que la fuerza del mal. Solo así se explica que la humanidad siga viva. En la vida cotidiana el bien no está respaldado por grandes ideologías, es algo que se hace sin razón. Como dice Grossmann: “La bondad particular de un individuo hacia otro es una bondad sin testigos, pequeña: podríamos denominarla bondad sin sentido… el amor ciego y mudo es el sentido del hombre”. Y qué es el amor sino el sentimiento que acompaña al despertar de la alegría.