(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Juan Dejo S.J.

Estos últimos días no han sido muy auspiciosos para vivir el espíritu de la Navidad como otros años. Sin embargo, lo hemos seguido haciendo. Y es que pese al apresurado avance de la secularización en nuestro país y en el mundo entero, pareciera que en estos días del año se intensifica el impulso por creer, más allá de lo razonable. Para los cristianos esa humanidad plena de fe en el otro se anuncia en aquel a quien entendemos como el “Salvador”. Algo hoy tan contracultural como lo fue hace más de dos mil años.

Por una vez al año los humanos queremos salir a flote por encima de las aguas que parecen engullirnos, ver un horizonte distinto y gozar... dando, hasta en detalles nimios, un gesto o una palabra benevolente a los demás. Somos la única especie que es capaz de labrar su propio destino, y que pese a las torpezas de aquellos que han ostentado y ostentan el poder, sigue creyendo que hay un mundo mejor que sí es posible de realizar.

Por una vez al año, algo en nosotros nos dice que lo propio es el compartir, el ver gozar a los demás como si ese goce rebotase en nosotros incrementando aquello que Kant llamaba la “buena voluntad”, esa parte de nuestra naturaleza que nos impulsa a hacer y querer el bien. En efecto, si hay algún legado realmente revolucionario en el cristianismo es aquel que de ser llevado a fondo, subvertiría todos los sistemas de poder en que vivimos en canales de servicio para activar esa buena voluntad que en la “revelación cristiana” es el núcleo de nuestro ser.

En esta misma revelación, una vieja discusión teológica se mantiene, sin embargo: ¿Por qué el mal? ¿Por qué dejar al libre albedrío de los humanos su propio destino? ¿Realmente podremos llegar algún día a esas utopías con que todas las sociedades sueñan? Ante esto, la razonabilidad del creer nos dice que el poder del espíritu divino actúa tan fuerte a despecho nuestro, que tarde o temprano llegaremos a ese destino que los primeros teólogos cristianos llamaban “divinización”. En otras palabras, lo bueno, en el humano, es siempre primero. Lo solemos olvidar, atormentados por los errores que cometemos o aquellos que vemos en el mundo. Nos dejamos arrastrar por el pesimismo y creemos que ya no hay salvación. En algunos casos creemos que no hay salida y los monstruos que produce la sinrazón nos carcomen la esperanza. Pero la fuerza de la esperanza espiritual de la tradición navideña reside en la paradoja de un niño pobre y desvalido que es la clave de la riqueza que trae la renovación de la confianza en el género humano.

Con la imagen del niño como lo nuevo que nace en nosotros, renace esa ilusión de pensar que lo bueno de nuestra naturaleza tiene la delantera, que el impulso por sorprendernos ante lo nuevo que nace cada día como posibilidad de bien, debe tomarnos por entero ante las fuerzas de lo irracional. René Girard, un autor francés, decía que el deseo humano se desvió cuando todos comenzaron a querer lo mismo que los demás. Un círculo de “deseo mimético” fue cerrándose a la lógica del don, produciendo violencias y hasta la sacralización de la exclusión. La única manera de vencer esto es recuperando nuestra naturaleza divina saliendo del agujero negro del egocentrismo. En estos días, algo en lo más hondo de nosotros nos impulsa a creer que del dar, antes que del recibir, emerge una fuerza mucho más grande que la del mal que nos rodea y que ocupa el lugar de la desesperanza. Nunca es tarde para recibir la inocencia de creer de nuevo. Creer en el otro pese a todo, y dar, venciendo la pulsión de poseer, sobrepasan cualquier forma de poder humano. Aunque todo parezca indicar lo contrario.