La honestidad presidencial, por Carlos Contreras Carranza
La honestidad presidencial, por Carlos Contreras Carranza

Cuando Haya de la Torre asumió la presidencia de la Asamblea Constituyente de 1978, al término de la ceremonia un periodista le preguntó qué sensación le había producido dicho acto ocurrido en el hemiciclo del Congreso. El fundador del aprismo, que por primera vez, a sus 83 años, había asumido un cargo político, hizo una confesión inesperada: recordó que en 1919, en vísperas de las elecciones en la que disputaron la presidencia de la República  Ántero Aspíllaga y Augusto Leguía, el gobernante saliente, José Pardo, pidió a la población que votasen por el más honesto, no por el más atractivo. “Cuánto hubiéramos ganado en estos sesenta años si el país hubiese seguido este consejo”, exclamó Haya de la Torre.

Esta anécdota me la contó años después el eminente historiador argentino Tulio Halperín, quien en 1978 estaba en Lima dictando un curso de profesor visitante. Sería interesante que fuese corroborada por otros testigos o por las fuentes periodísticas. 

A Halperín le pareció sorprendente y muy expresivo que quien en el Perú había representado durante muchos años la promesa de cambios radicales y transformaciones sociales sustantivas resaltase, en el otoño de su vida, un valor tan sencillo y básico en la política como la honestidad. Él interpretó esta declaración como una autocrítica del populismo latinoamericano, pero, en cualquier caso, ella implicaba poner la integridad moral de la persona por encima del signo político de su mensaje o la calidad de sus propuestas programáticas.

No es fácil, sin embargo, constatar la honestidad de un candidato. Ellos procuran mostrar su mejor faceta, resaltando las buenas acciones en su biografía. Besan niños en los mítines, se muestran tolerantes con las preguntas incómodas o indignados cuando se ponen en duda sus principios morales. Al mismo tiempo, sus rivales políticos escarban en sus antecedentes, a la caza del hecho pestilente o el traspié bochornoso que, convenientemente difundido, empañe la imagen de moralidad que los estrategas de campaña han montado trabajosamente.

En el plano político sucede que los mismos hechos que resultan reprobables para algunos (como despedir a empleados públicos excedentes, cerrar empresas públicas o aumentar los impuestos), para otros pasan por valientes y recomendables. 

Se pudiera pensar que en el plano de la vida personal los códigos morales están más estandarizados, pero tampoco ahí el panorama es del todo claro. Ser buen padre o buen hijo debería ser muy importante en un país de estructura familiar como el Perú. Toledo, por ejemplo, carga con la pesada mochila del forzado reconocimiento de una hija; a Keiko se la acusa de mala hija con su madre, pero de (demasiado) buena hija con su padre (al punto de que algunos piensan que solo para liberarlo se metió en política). 

Qué tanto pesa en el elector la obtención fraudulenta de un título universitario, el enriquecimiento en el cargo, un crimen no esclarecido o disfrutar la nacionalidad de un país del Primer Mundo (que no es un hecho inmoral, pero sí una fuerte diferencia con los peruanos del común) es una incógnita que estas elecciones irán despejando.

Mientras tanto, parece oportuno recordar la reflexión de dos líderes políticos de larga trayectoria, como Haya de la Torre y José Pardo, en dos momentos claves de nuestra historia.