(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Juan Ossio

Inculcados a pensar desde nuestra más tierna infancia que somos un país homogéneo, pocos son los que han podido reparar que su naturaleza es esencialmente pluricultural. Es cierto que aquellos pocos después de mucho batallar han logrado que nuestra Constitución diga: “…El Estado reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la Nación” y que, correspondientemente, se agreguen otros artículos que se adecúan a este enunciado, como el que declara que el Estado reconoce la identidad de las comunidades campesinas y nativas.  

Pero si bien esta declaración es un avance, existe todavía una gran mayoría de peruanos a los que les cuesta comprender que nuestra diversidad cultural no es como la que se da en muchos países europeos. En el Perú, la peculiaridad de su pluralismo cultural estriba en que aparte de diferenciarse culturalmente contiene pueblos que marchan a distintos ritmos socioeconómicos con relación al mundo moderno. A un extremo podemos ubicar a los peruanos no-contactados de la región amazónica y al otro a los de ascendencia criolla que habitan los barrios residenciales de nuestra capital. 

Consciente de este panorama, acepté el nombramiento de ministro de Cultura cuando el entonces presidente Alan García tuvo el generoso gesto de confiármelo. Pero a la par del honor que se me hacía, lo que más me entusiasmó es que el nuevo organismo que dirigiría la política cultural de nuestro país no se quedaría en los viejos lineamientos del Instituto Nacional de Cultura (INC), sino que se le añadiría otra vertiente que tenía que ver con el pluralismo cultural, con la necesidad de una ciudadanía intercultural, con el rescate y puesta en valor de los conocimientos colectivos y con mi acariciado sueño de hacer tomar conciencia de esta particularidad de nuestro país y de la posibilidad de anteponer el diálogo al monólogo que consideraba esencial para nuestra vida democrática. 

Conocedor de nuestro patrimonio cultural por mi formación como historiador interesado en el pasado prehispánico y virreinal, y de nuestros pueblos indígenas por haber convivido como antropólogo con indígenas andinos y amazónicos largas temporadas, no me eran ajenos los problemas que debía de afrontar. Lo novedoso era que a mi trayectoria académica tendría que sumar la administrativa y enfrentar el reto de construir un ministerio nuevo en 11 meses, que era el tiempo que duraría mi gestión. Pero lo logré, y pude legar una institución perfectamente articulada, como consta en el Reglamento de Organización y Funciones aprobado y en la Memoria Institucional. 

Hablando del Ministerio de Cultura, mi estimada amiga Natalia Majluf ha puesto el dedo en la llaga cuando sostiene que “gran parte de los problemas que afectan su gestión tiene su origen en lo que muchos consideramos una estructura poco equilibrada, con un Viceministerio de Patrimonio e Industrias Culturales que concentra la mayor parte de la gestión, y un Viceministerio de la Interculturalidad que tiene pocas dependencias”. Aunque aplaudo que saque a luz temas de un ministerio que se contamina del desdén que existe por la cultura en los medios de prensa y en muchos otros sectores, y que con claridad meridiana exponga los problemas del viceministerio más nutrido, no creo que si el ministerio tiene problemas se deban a una falta de equilibro entre las dos columnas que sostienen el edificio y menos que la solución haya que buscarla debilitando aun más al Viceministerio de Interculturalidad

Que existen desequilibrios entre ambos viceministerios es cierto. Era inevitable, pues mientras que el de Patrimonio Cultural heredó el INC, la Biblioteca Nacional, el Archivo de la Nación, RTP y Radio Nacional, el de Interculturalidad obtuvo algunos pocos departamentos que vinieron del Ministerio de Agricultura, del Instituto Nacional de Desarrollo de los Pueblos Andinos, Amazónicos y Afroperuano y del esfuerzo imaginativo de sus primero administradores.  

Pero la mayor dificultad con este pedestal ha sido la poca familiaridad de la administración estatal con el tema del pluralismo cultural. A pesar de ello, me parece bien que exista una Dirección General de Ciudadanía Intercultural que se ocupe de las políticas con relación a los indígenas, las poblaciones afroperuanas y la discriminación racial. Así como otra dirección general que tiene que ver con los derechos de los pueblos indígenas y atiende problemas relevantes como el de la consulta previa, las lenguas indígenas y los indígenas en situación de aislamiento y contacto inicial. Sin embargo, lamento que se haya dejado de lado la dirección que buscaba fomentar y que se hayan creado entidades que duplican las acciones que desarrolla o ha desarrollado este viceministerio (como es el caso del Ministerio de Inclusión Social, la Oficina de Dialogo de la PCM).  

Si el Ministerio de Cultura tiene problemas que afectan su gestión no creo que se resuelvan debilitando más al Viceministerio de Interculturalidad al punto de acercarlo a su disolución para que el de Patrimonio Cultural se fortalezca. Si eso se hiciera, hasta este robusto viceministerio se debilitaría, pues gracias al influjo del hermano pobre ha podido descubrir estrategias para revalorar muchas expresiones culturales que por ser vernáculas fueron desdeñadas, así como a introducir autoestima allí donde se sentía vergüenza.  

Por consiguiente, no solo el patrimonio cultural “no puede esperar más” por la elaboración de un programa serio de preservación, como dice Natalia Majluf, sino también la interculturalidad colmó su paciencia de alcanzar mayor atención para beneficio de los pueblos indígenas.  

En vez de sacrificar a uno a expensas del otro, ambos viceministerios deben ser fortalecidos. Sí es posible, con las valiosas sugerencias que da la mencionada historiadora para el Viceministerio de Patrimonio Cultural e Industrias Culturales.