"A la luz de lo que tenemos, es claro que se deben corregir los estropicios que nos dejó Vizcarra. En ese sentido, resulta imperativo legislar sobre la cuestión de confianza". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"A la luz de lo que tenemos, es claro que se deben corregir los estropicios que nos dejó Vizcarra. En ese sentido, resulta imperativo legislar sobre la cuestión de confianza". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Natale Amprimo Plá

La , en cualquiera de las posibilidades que para su ejercicio contempla la −esto es, ya nos encontremos frente a aquella que presenta el presidente del Consejo de Ministros a nombre del Consejo, como la que puede plantear algún ministro de manera individual− es un mecanismo que busca que el Poder Ejecutivo obtenga apoyo político del Congreso de la República.

La cuestión de confianza en su modalidad obligatoria está contemplada en el artículo 130 de la Constitución y busca que, frente a un nuevo Gabinete, el Parlamento conozca y debata la política general del Gobierno y las principales medidas que requiere para su gestión. Esta exposición que realiza el presidente del Consejo de Ministros, en compañía de los demás ministros, obligatoriamente debe darse dentro de los 30 días de haber asumido sus funciones, debiendo incluso convocarse a legislatura extraordinaria en caso de que el Congreso no esté reunido.

La referida exposición concluye con el planteamiento de una cuestión de confianza que debe ser votada por el pleno. Esta novedad, incorporada recién en la Constitución vigente, a diferencia de lo que se indicaba en la Carta de 1979 (en la que expresamente se disponía que la citada exposición no daba lugar a voto del Congreso), es una característica de los regímenes parlamentarios, en los que el Gabinete es investido por el Poder Legislativo. En el Perú, quien nombra y remueve a los ministros es el presidente, no el Congreso, por lo que el voto de confianza contemplado en el artículo 130 no guarda coherencia con nuestro sistema político.

Además de la cuestión de confianza obligatoria (art. 130), existe la que puede plantear el presidente del Consejo de Ministros a nombre del Consejo en cualquier momento (art. 133). En ambos casos, de ser rehusadas, producen la crisis total del Gabinete, como también ocurre cuando se da la censura (art. 133). En estos supuestos, la Constitución habilita al presidente a disolver el Congreso si la censura o negación de la confianza se ha producido con dos Consejos de Ministros, dentro de los primeros cuatro años de mandato (art. 134).

Estas instituciones están así contempladas hace ya 28 años y, aún con su imperfecta regulación, se han aplicado en un clima de respeto institucional a pesar del fraccionamiento congresal, de la ausencia de una mayoría oficialista en el Congreso y de la inexistencia de partidos políticos consolidados.

No obstante, en el último lustro, como consecuencia de la inmadurez política que hemos venido padeciendo, aprovechada exitosamente por algunos grupos muy bien incrustados en los gobiernos de turno con el fin de copar todo espacio posible (sobre todo aquellos relacionados a la administración de justicia), la cuestión de confianza fue recomendada para ser utilizada como un arma de amenaza y uso cotidiano, quedando totalmente desnaturalizada.

Así, de ser un mecanismo de apoyo parlamentario a la gestión de gobierno, ha terminado siendo una herramienta que busca la parálisis del poder del Estado encargado de hacer el control y la fiscalización política del Gobierno; al punto de que, en el límite del paroxismo, se ha llegado a sostener que el presidente del Consejo de Ministros puede hacer cuestión de confianza sobre lo que quiera, pudiendo incluso cuestionar la elección de magistrados del Tribunal Constitucional y, por qué no, la de los tres miembros del directorio del Banco Central de Reserva que le corresponde elegir al Congreso.

Hoy, qué duda cabe, estamos padeciendo la penitencia por los pecados de la gestión de Martín Vizcarra que se dejaron pasar. Es bueno recordar que algunos festejaron alborozados la debilidad institucional que mostró el Congreso de la época y otros promovieron, o se auparon, a las expresiones de indignación popular de amplia cobertura y al “paquete institucional” que el Gobierno ofreció y que, en verdad, solo profundizó la desinstitucionalización del país. En buena cuenta, se hizo creer que tendríamos un mejor sistema político con mayores controles, elecciones transparentes, representantes idóneos y −cómo no− un auténtico equilibrio de poderes.

A la luz de lo que tenemos, es claro que se deben corregir los estropicios que nos dejó Vizcarra. En ese sentido, resulta imperativo legislar sobre la cuestión de confianza.

Las instituciones jurídicas tienen una razón de ser y no deben ser pensadas en función a personas determinadas que coyunturalmente ejerzan el poder.

Es un error sostener que la cuestión de confianza viene de la mano con la regulación de la causal de vacancia presidencial. Estas instituciones no son armas que cada poder del Estado puede mostrar al otro, como una forma de neutralizar el ejercicio de sus respectivas competencias. No es parte de los ‘checks and balances’ del sistema. Si eso no se entiende, una vez más, el desconocimiento y la inmadurez nos pasarán factura.