"Aprender siempre implica tomar decisiones y cruzar fronteras, y eso es lo que nos da la lectura". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Aprender siempre implica tomar decisiones y cruzar fronteras, y eso es lo que nos da la lectura". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia Arévalo

Hace algunos meses, un ministro de Economía de un país vecino confesó que no leía novelas porque sentía que cuando lo hacía perdía un tiempo que podía usar para “aprender algo”. Muchos no pudimos evitar preguntarnos cuánto realmente sabríamos si no hubiéramos conocido las ficciones que nos formaron, e incluso cómo sería el mundo sin los grandes relatos que lo sustentan. La Biblia, los cantares de Homero, las tragedias griegas, las gestas y grandes epopeyas nacionales, el teatro shakesperiano, el Quijote, y tantas narraciones que dieron sustento a la civilización occidental; o las tradiciones orales quechuas, las leyendas sobre la fundación del Cusco, el gran general Ollantay, por mencionar algunos relatos que forman las bases de nuestra propia nación.

Cuando contamos algo, así sea un hecho objetivo e histórico, tomamos decisiones sobre qué resaltar y qué omitir. La ficción es vital en la construcción de los relatos, y la realidad también se construye con ellos. Vivimos una realidad dual. Una realidad objetiva, la del mundo “natural”, sobre la que se construye una capa de realidad ficcional: naciones, religiones, sistemas políticos y filosóficos. La geografía, el tiempo y los espacios físicos son objetivos, pero las naciones no lo son.

A pesar de que hay ficción en cada información que recibimos –y eso es hoy más evidente que nunca–, hay relatos de apariencia más objetiva que otros. Un documental o un noticiero nos informan, pero una novela, un cuento, una película o un poema nos permiten vivir como propios la angustia, la soledad, la solidaridad, la inseguridad, el dolor o la alegría de los personajes que pueblan esa historia, y nos permiten entender mejor la realidad al dejarnos vivir otras vidas y no solo nuestra muy limitada y efímera experiencia en la Tierra. Solo podemos vivir una vida en el mundo natural, pero tener la posibilidad de vivir muchas otras nos permite ser más sabios y construirnos como personas y como comunidades.

La pregunta sobre quiénes somos como país, cuál es nuestro “nosotros” y cómo formamos nuestra identidad es más fácil de responder a partir de las historias nacionales. Ahí el hábito de la lectura tiene un rol fundamental, pues es el mecanismo que nos permite generar la reflexión sobre cómo hemos ido construyendo la nación, qué hemos hecho bien y qué debemos mejorar para alcanzar el país que todos imaginamos para nuestro bicentenario.

Todos los que leímos el “Paco Yunque”, de Vallejo, en el colegio nos asomamos, tal vez por primera vez, a la profunda desigualdad de nuestra patria; leyendo “Un mundo para Julius”, de Alfredo Bryce Echenique, pudimos ver una realidad completamente distinta a partir de otra sensibilidad y otra mirada; “Los ríos profundos”, de Arguedas, nos mostró la vida de los Andes peruanos, con su dulzura y tristeza; el cuento “Alienación”, de Julio Ramón Ribeyro, nos mostró otra cara de la discriminación y el racismo; Mario Vargas Llosa en “La Casa Verde” nos permitió conocer los contrastes de nuestra selva; y en “Conversación en La Catedral”, la corrupción de nuestra política. Sería imposible mencionar a tantos escritores y escritoras que nos han ayudado a entender a nuestro país, pero al igual que cuando contamos una historia debemos omitir partes del relato, aquí no tenemos más remedio que hacer lo mismo.

En su libro “Sapiens: de animales a dioses”, el historiador Yuval Noah Harari explica que lo que permitió a los seres humanos sobrevivir y gobernar la tierra fue la capacidad de cooperar dentro de grupos grandes. Si no fuera por la cohesión, probablemente nos hubiéramos extinguido, pues somos como el más indefenso de los animales cuando estamos solos. Las historias que contábamos –dice Harari–, reunidos por las noches alrededor del fuego para conversar, nos permitieron crear esas comunidades, y por ello la gran revolución cognitiva fue la capacidad humana de inventar ficciones: crear historias y convencer a otros de que las crean. Es así como individuos que no nos conocemos y que ni siquiera sabemos de la existencia del otro podemos compartir ideas y creencias y formar comunidades.

Leer nos abre esos caminos. La lectura, en el formato que sea, nos enseña. Nunca será una pérdida de tiempo. Nunca habrá un tiempo mejor utilizado que ese que dedicamos a entendernos mejor y entender a los demás. Leyendo nos conocemos –a nosotros y a los otros– y solo conociéndonos nos podremos identificar y reconocernos como el gran país que somos.

El escritor y miembro de la resistencia francesa frente a los nazis Edouard Herriot dijo que la cultura es lo que queda después de que olvidamos todo lo que aprendimos. Aprender siempre implica tomar decisiones y cruzar fronteras, y eso es lo que nos da la lectura. Se dice que la mayor parte de la gente que lee lo hace por obligación y no por placer, pero si queremos crecer y llegar con mejor pie al bicentenario de nuestra independencia, es indispensable darnos cuenta de que leer “por gusto” no solo es un placer, sino una necesidad.