El legado de Fujimori, por José Ugaz
El legado de Fujimori, por José Ugaz

Transcurridos 15 años desde la caída del régimen de , tiene sentido preguntarnos cómo marcó su decenio en el gobierno el destino del Perú en el que hoy vivimos. Sus adeptos insisten en recordarnos la derrota de la inflación y la captura de Abimael Guzmán como sus dos innegables triunfos. Sobre lo primero, sería mezquino no reconocer la corrección económica que impuso el ‘shock’. En cuanto a la captura de Guzmán, los entendidos en la materia coinciden en que fue una victoria del  que ni Montesinos ni Fujimori están legitimados a reivindicar como suya (como se recuerda, el presidente estaba tan desconectado del hecho que andaba en una excursión de pesca cuando se produjo la detención).

Entre sus pasivos destacan su autoritarismo y el desprecio por la democracia, la corrupción y la violación a los derechos humanos. Prefiero dejar el juicio sobre la naturaleza del régimen y las violaciones de derechos humanos a los analistas políticos que ya bastante han escrito sobre el tema desde el momento mismo en que se produjo el golpe, y concentrarme en la herencia de la corrupción.

Cabe resaltar que las consecuencias de la corrupción no solo son económicas, sino que se traducen en una serie de graves perjuicios inmateriales directamente derivados de ella. Si bien, como señala el historiador Alfonso Quiroz, en el Perú siempre hemos vivido ciclos altos o muy altos de corrupción, no cabe duda de que el régimen de Fujimori implicó un salto cualitativo. Pasamos de una corrupción administrativa extendida, a la llamada corrupción sistémica, como la definió la Iniciativa Nacional Anticorrupción: una red criminal que se hizo del poder e impregnó las estructuras del Estado para beneficiarse a costa de todos los peruanos.

La consecuencia de esta corrupción estructural la estamos pagando hasta el día de hoy. El impacto producido en las instituciones fundamentales del país ha sido de tal magnitud que la mayoría de ellas aún no logran recuperarse pese al tiempo transcurrido. Basta hacer un rápido repaso de lo que viene ocurriendo para confirmar esta hipótesis.

El Congreso de la República no solo pasa de un escándalo a otro por la conducta –reiteradamente reñida con la ética– de sus integrantes, sino que ha demostrado ser absolutamente incapaz de aprobar las reformas políticas indispensables, por lo que no podemos esperar de este poder del Estado ningún resultado que esté a la altura de su delicada misión. ¿Por qué no es capaz el Parlamento de nombrar a un defensor del Pueblo decente después de tantos años? ¿Por qué rehúye derogar el voto preferencial, fortalecer la democracia de los partidos o sancionar la no rendición de cuentas en el financiamiento de la política? ¿Por qué se prefiere el pugilato partidario y la gambeta criolla antes que el interés nacional?

La destitución del fiscal de la Nación por vinculaciones con el crimen organizado expresa en toda su magnitud los problemas que afectan al Ministerio Público, organismo defensor de la legalidad y responsable de la investigación penal y persecución del crimen.

Los constantes cuestionamientos a jueces complacientes con la corrupción y la delincuencia expresan una profunda desconfianza de la ciudadanía en el poder del Estado responsable de resolver los conflictos para permitir la convivencia social. Muchos señalan a la judicatura como responsable de parte de la inseguridad ciudadana que afecta al país.

Lo ocurrido en días pasados con el Consejo Nacional de la Magistratura, que pese a prueba contundente de la incapacidad moral de uno de sus integrantes lo ratifica en el cargo, para luego retroceder ante el escándalo, no solo revela la profunda descomposición de esta institución –clave para nombrar, ratificar y destituir jueces y fiscales–, sino que los descalifica a todos para el ejercicio de tan relevante función. 

Un reciente informe de la prensa extranjera ha vuelto a poner de relieve la complicidad de grupos de las fuerzas armadas con el trasiego de droga en las zonas cocaleras bajo su control. De igual forma, capturas de oficiales de la Policía Nacional evidencian el nivel de penetración del narcotráfico en la institución encargada de reprimirlo.

No son pocos los que se preguntan por qué la Contraloría General de la República no ha sido capaz de descubrir un solo caso relevante de corrupción, pese a que ahora cuenta con facultades de control previo.

Y del Poder Ejecutivo mejor no hablemos. Entre un vicepresidente destituido por corrupción a las pocas semanas de llegado al poder, asesores detenidos por lo mismo y agendas que no eran pero ahora sí son, huelgan los comentarios.

Si a esto sumamos la larga lista de gobernadores y alcaldes que en lugar de exhibir una trayectoria política cuentan con un prontuario, no cabe duda de que el diagnóstico es muy malo.

Como para recordarnos que para bailar tango se necesitan dos y que la corrupción no es privativa de los funcionarios públicos y permea todo, hace pocos meses nos enteramos de que un alto dirigente del sector privado, hoy prófugo de la justicia, está comprometido en un fraude de polendas. Si a ello agregamos que la corrupción en nuestro caso se ha ‘normalizado’, es decir, que todos convivimos en medio de prácticas corruptas cotidianas sin asombro y hasta con una dosis de picardía y buen humor, entenderemos que el legado de la corrupción es muy pesado y requiere, además de medidas institucionales muy concretas, un proceso educativo para transitar de una cultura de corrupción a una de integridad.

Experiencias históricas demuestran que es posible revertir un panorama tan sombrío. Ello exige, sin embargo, un liderazgo ético y una voluntad político-institucional que parece no abundar en nuestro medio y que lamentablemente el grueso de la oferta electoral para los próximos comicios presidenciales no trae consigo. Estamos a tiempo para exigir a los candidatos medidas concretas para cambiar esta situación. Ya no bastan las ofertas, los ciudadanos del Perú queremos que quienes aspiran a representarnos en el poder adquieran compromisos explícitos que luego podamos monitorear, y de no cumplirse, demandar.