“En el año del bicentenario, compenetrarnos en su complejo pasado podría ayudarnos a todos a valorar su lugar en la historia republicana”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“En el año del bicentenario, compenetrarnos en su complejo pasado podría ayudarnos a todos a valorar su lugar en la historia republicana”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
Juan  Fonseca

El 31 de octubre se celebra el día nacional de las iglesias cristianas evangélicas en el Perú. A pesar de su creciente importancia política y social, los evangélicos siguen estando marginados dentro de la narrativa histórica oficial, lo que los afecta no solo a ellos, sino también a la nación en su conjunto, pues no es un buen indicador que un importante sector de su población siga excluido de la memoria nacional. Un olvido que, además, excluye del análisis un factor fundamental para comprender algunos procesos en la construcción de la República.

Lo evangélico, por ejemplo, es un factor clave en la historia de los derechos civiles en el país. La legislación modernizadora que permitió superar exclusiones en el Perú desde el siglo XIX se estableció debido a la presencia, si no a la acción directa, de los actores evangélicos. La secularización de los cementerios, la implantación del matrimonio civil, la libertad de cultos, el divorcio y el registro civil se alcanzaron, en gran medida, gracias a la influencia de los evangélicos.

Lo mismo podría decirse de la educación. Diego Thomson, misionero y educador escocés, dirigió el primer proyecto republicano de educación pública bajo el sistema lancasteriano. Muchas innovaciones educativas llegaron al Perú gracias a los colegios protestantes: la enseñanza del inglés, la práctica intensiva de nuevos deportes (voleibol, básquetbol), la diversidad religiosa, las prácticas democráticas y la formación laboral femenina. No se puede olvidar la labor educativa protestante entre los indígenas: los adventistas entre los aimaras y los asháninkas, los nazarenos entre los awajún y el Instituto Lingüístico de Verano, institución fundamental para la preservación de las lenguas originarias. La narrativa histórica oficial también suele obviar la participación evangélica en el desarrollo de corrientes de crítica social (antialcoholismo, indigenismo, feminismo) o en procesos sociopolíticos, como la lucha por la tierra o la resistencia contra el terrorismo.

La revisión de la presencia evangélica en la historia podría ser útil también para la reflexión identitaria de las propias comunidades evangélicas, así como para analizar críticamente el rol que ahora juegan en la sociedad civil y la política. Sobre esto último, muchos líderes evangélicos muestran su incapacidad para establecer continuidades con su propio legado histórico, que en mucho se ubica en las antípodas de lo que ahora asumen como identidad confesional. Hay un abismo, por ejemplo, entre el protestantismo progresista y laicizante de la era de John A. Mackay y Juan Ritchie con el integrismo cristiano actual de “Con mis hijos no te metas”. Esto no implica idealizar un pasado complejo y contradictorio para construir mitos.

Uno de ellos es el que asocia a lo evangélico con la democracia. Jean Pierre Bastian planteó la hipótesis de que los protestantismos aurorales fueron “laboratorios de democracia” en Latinoamérica. Es cierto que en muchas denominaciones evangélicas las prácticas democráticas (elecciones internas, fiscalización, debates, etc.) fortalecieron el sentido de ciudadanía entre sus fieles. Pero también es cierto que la democracia interna en las organizaciones evangélicas se ha distorsionado en las últimas décadas debido al nepotismo o el autoritarismo eclesial.

El otro mito evangélico es el de creerse la “reserva moral” del país. Los evangélicos se han asumido, desde sus inicios, como los redentores de la ética en medio de una sociedad disoluta. Al principio, su enfoque fue básicamente civilizatorio y cívico. Pero con la progresiva conservadurización teológica de su liderazgo, el énfasis pasó más bien al moralismo individual. Se hizo menos importante formar buenos ciudadanos y se priorizó la formación de buenos padres, madres, cónyuges, hijos, trabajadores y creyentes. Con la hegemonía del fundamentalismo, el moralismo evangélico se tornó, además, fuertemente represivo con la sexualidad. Paradójicamente, los casos de corrupción, en particular financiera, entre el liderazgo evangélico han ido en aumento, con la lamentable condescendencia de una feligresía sumisa al “siervo” de Dios. Y las recientes incursiones evangélicas en la política han golpeado severamente su capital moral.

Es significativo que los evangélicos se hayan posicionado en el imaginario del Perú oficial a partir de su deplorable incursión en la política o por las extravagancias del fundamentalismo antigénero. Pero el mundo evangélico es mucho más diverso y complejo. Se desconoce, por ejemplo, su impresionante obra social, usualmente desarrollada desde los núcleos más profundos de la pobreza. El sentido de solidaridad y comunidad que se viven en las comunidades evangélicas los ubican en espacios preferentes en el mundo popular que desde las élites se entiende poco. Los evangélicos son ahora parte intrínseca del mundo de los pobres. Caricaturizarlos a partir de los actos de unos cuantos políticos es poco sofisticado. En el año del bicentenario, compenetrarnos en su complejo pasado podría ayudarnos a todos a valorar su lugar en la historia republicana y, a ellos, a comprender con menos prejuicios otras historias olvidadas por la narrativa histórica nacional.