¿Todo está mal con el género?, por Gloria Huarcaya
¿Todo está mal con el género?, por Gloria Huarcaya

La polémica desatada respecto a la inclusión de la ideología de género en el currículo nacional nos ha llevado a un punto de enfrentamiento casi maniqueo.

De un lado, quienes preferirían desterrar cualquier referencia al género –por un comprensible temor a su distorsión–, y del otro, quienes niegan los excesos ideológicos –ya experimentados en otros países– y que acusan al bando contrario de ser “religiosos” y “fundamentalistas”.

Desde que el término ‘género’ empezó a usarse en el ámbito de la política internacional (Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer de Beijing, 1995), su definición ha sido ambigua y arbitraria según los intereses políticos. 

La filósofa Jutta Burggraf hizo un gran esfuerzo intelectual por definir el género como resultado de un proceso histórico-cultural o el componente sociocultural de la identidad sexual. El género sería ese conjunto de influencias externas a la persona que impactan sobre su identidad sexual, modelando su comprensión particular de su masculinidad o su feminidad.

El género permite distinguir lo natural, que otorga la biología a los sexos, del componente cultural y social, que la sociedad y la época asignan –a veces de manera injusta– a varones y mujeres. Para Blanca Castilla, este entendimiento del género es “legítimo y necesario”, pues contribuye a la construcción de una sociedad más justa, a través de políticas de equidad.

El género, o componente subjetivo del ser varón/ser mujer, no determina la identidad sexual, que es esencialmente biológica, pues está configurada naturalmente por las dimensiones corporal, afectiva y psicológica del ser humano que se integran en un espíritu personal. 

Esta verdad antropológica ha sido bien asimilada por algunas ciencias sociales que han hecho del género una categoría de análisis social (distinguiéndole del sexo) con indicadores cuantificables, que funcionan para verificar si las relaciones entre varones y mujeres son o no equitativas. Así tenemos: paridad de género (en la matrícula escolar), brecha de género (en los salarios), estereotipos de género (en la publicidad y medios de comunicación), roles de género (las actividades intercambiables), etcétera. 

Algunos errores ideológicos consisten en sustituir el sexo por el género (no existe lo natural), en proclamar la superioridad del género sobre el sexo (la identidad es solo subjetiva) o incluso en renegar de cualquier aporte de la naturaleza y la cultura por la falsa creencia de que se puede ser lo que no se es (la identidad se autoconstruye y es fluida). El género no es opuesto al sexo, y si lo transgrede se produce una grave ruptura en la identidad personal (“disforia de género”), cuestión rigurosamente documentada en la última edición de la revista “The New Atlantis”. 

La pregunta que surge es cómo progresar en este debate estancado. Apostando por la equidad de género, como aquel enfoque del desarrollo humano que promueve la igualdad de derechos, oportunidades y recursos para varones y mujeres. La promoción de la equidad de género incluye la defensa de la dignidad humana y de los derechos fundamentales, la erradicación de cualquier tipo de violencia y estereotipos sexistas, el impulso de la corresponsabilidad del varón y la mujer en la esfera pública y el ámbito del hogar (tanto en la toma de decisiones como en el equilibrio del poder), la valoración de las relaciones cooperativas entre los sexos (no de competencia), la apreciación de la riqueza de la complementariedad sexual, la valoración de la paternidad, la maternidad, el trabajo doméstico, entre otros temas.  

No todo está mal con el enfoque de género, y ojalá que este debate sea una oportunidad para equilibrar la balanza.