
El 2009, el entonces presidente de la República, Alan García, rechazó una donación de 2 millones de dólares ofrecidos por el gobierno alemán para la creación de un Museo de la Memoria en el Perú. El gobierno de Angela Merkel, siguiendo el modelo de conmemoración del Holocausto, propuso entonces la creación de este museo para recordar a las víctimas de uno de los episodios más funestos de nuestra historia: los años del terrorismo. Fue un momento de quiebre para el segundo régimen de García, tan proclive a baños de popularidad y de aprobación de la opinión pública. Y quien le hizo dar marcha atrás en tal despropósito fue Mario Vargas Llosa, con un contundente artículo publicado en El País de España.
Por segunda vez, Vargas Llosa combatía a García en una decisión histórica. En 1987, lo hizo contra su desquiciado intento de estatización de la banca. Entonces el Nobel reunió en una enorme concentración a cientos de miles de peruanos que protestaron contra ello, siendo el inicio de su carrera a la presidencia. Pero en el 2009, Vargas Llosa se opuso a un García aggiornado, que argumentaba sesgos en la propuesta alemana basada en el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. En su sólida columna, Vargas Llosa criticó la negativa de García, y embatió contra su ministro de Defensa, Antero Florez Araoz, sosteniendo que la memoria es tan necesaria como los hospitales y las escuelas. Tras el vendaval que desató esa columna, nacional e internacionalmente, García enrocó, y se movió sagazmente invitando al propio Vargas Llosa a ser el presidente de la Comisión de Alto Nivel para la Constitución del museo, cosa que Mario, aceptó.
Vargas Llosa convocó a un grupo de comisionados con reconocida autoridad en sus campos profesionales para el desarrollo del museo. El antropólogo Juan Ossio, el artista plástico Fernando de Szyszlo, el filósofo Salomón Lerner, el arquitecto Frederick Cooper, el jurista Enrique Bernales, y Monseñor Luis Bambarén, obispo emérito de Chimbote, estuvieron entre ellos. Bernardo Roca Rey, entonces director de Publicaciones y Multimedios de El Comercio, fue también convocado y comisionado para hacer el guion museográfico. En ese cometido, fui invitado por Bernardo a conducir la elaboración de guion. Las sesiones de trabajo entonces fueron intensas, con Mario enfatizando en la necesidad de que no sea un museo de historia, sino un lugar de encuentro de experiencias, donde todas las voces tengan la misma oportunidad de expresarse. En este contexto, propone dejar atrás la denominación de “museo” y cambiar por “Lugar”, denominación que marcaba un contraste entre lo vital y lo inerte, entre la colección de objetos y la creación de una polifonía multiversal en permanente progreso y creación de sentido.
No fue solo un cambio semántico. Fue un cambio político.
“Museo” sugiere algo cerrado, fijo. Una colección de objetos encerrados tras vitrinas. Vargas Llosa entendía que la memoria del conflicto armado interno —marcado por el terrorismo de Sendero Luminoso, la brutalidad del MRTA, y las violaciones a los derechos humanos por parte del Estado— no podía encerrarse en una narrativa única ni en una versión oficial. Por eso propuso el nuevo nombre: el Lugar de la memoria. Un espacio vivo, en permanente construcción, abierto al diálogo, a la reflexión, y al disenso.
En ese camino, Mario y la Comisión hacen suyos una propuesta de monseñor Bambarén. Con Roca Rey trabajamos entonces en un relato de dos personas, un terrorista y un militar, que, se hacen amigos en prisión, y tras cumplir con sus condenas, se dedican a educar en políticas de paz y desarrollo. Mario sostuvo que ese sea el espíritu del Lugar, y que se proyecte o narre en un espacio previo a la visualización de los hechos históricos. Insistiendo en un relato de todos, riguroso con la verdad, pero también, que nos reconcilie como sociedad.
En la historia política de Vargas Llosa, junto a su lucha por instituciones democráticas y la defensa férrea del libre mercado, importa también destacar la defensa de la memoria como un paso civilizatorio de una sociedad nacional que resuelve, autoanalizándose críticamente, sus problemas y contradicciones. Muchos actores han sido gravitantes en políticas de memoria en el país. Las organizaciones de víctimas, los familiares de policías y militares caídos en la lucha, entre ellos. Pero hay un lugar en la historia en el que Mario ha de tener cabida, como un articulador que logró poner las primeras piedras conceptuales de algo mucho más grande que hasta hoy perdura. Es el derecho a recordar.