
Cuatro de las cinco historias que conforman “Los Jefes”, de Mario Vargas Llosa, ocurren entre jóvenes. Rebeldes que a la postre pagan cruelmente el precio de su rebelión, los personajes de estos cuentos resumen, sin duda, una característica aspiración juvenil de nuestro tiempo y nuestro medio, en los cuales, por sobre la grisura de la vida, por sobre la rutina de los días y los hechos, los temperamentos fuertes y firmes intentan poner su sello con la tinta violenta de la venganza, de los celos, del heroísmo aún gratuito. Se ha escrito en reproche de la literatura europea que el protagonista de la novela reciente se complace en aniquilar su parte de naturaleza y busca hacer campear en vez de ella una libertad sin sentido. El personaje literario francés o inglés es siempre “el extranjero”; en sí mismo, en la sociedad, en el espíritu.
El “homme revolté” de Vargas Llosa va, por el contrario, a una suerte de afirmación de sus impulsos naturales. Su albedrío busca el cauce, anfractuoso pero amplio, de su condición frenéticamente humana. Situado en latitudes en donde el quehacer primordial ocurre en la propia persona, aun enigma para él y para los demás, su aventura desborda su ser y toca el de los que lo rodean. Vargas Llosa ha elegido gentes y sucesos que aparecen en un nivel de altivez y ejemplaridad, jefes que asumen una tarea para todos los que, en la penumbra de la multitud o el grupo, transcurren sin relieve, sujetos por la timidez y la impotencia. El título anuncia, pues, ese aire de alzamiento que recorre de un cabo a otro el volumen que ahora comentamos.
“Arreglo de cuentas” relata un duelo. Nada más que eso. Dos rivales combaten en las afueras de un pueblo, ante la mirada silenciosa y dramática de un grupo de compañeros. Uno muere. El padre del vencido está ahí, participando de esa fiesta terrible, y acata el trágico final sin peros, sin protestas. El clima del cuento es lo que importa; sombras y rencores, muerte y resignación, primitivismo y exaltación dionisíaca. En “Los Jefes”, el relato que da nombre a todo el conjunto, son unos chicos los que revisten ese carácter desaforado de luchadores contra el destino, encarnado éste por un intolerante director de colegio dos se disputan el comando y ambos caen.
Se resisten a la derrota, más sucumben. Sus figuras brillan en el cuadro de los que obedecen callados, sin voluntad de poder. El cuento está atravesado de ternura, pese a la violencia de su asunto, y es esa doble corriente la que le procura su fuerza, su encanto. Un desafío de dos adolescentes miraflorinos –nadar en el mar del invierno para decidir quién gana un amor– es el tema de “Día Domingo”. La pandilla ociosa rodea a los competidores, y ellos, entre las aguas, dominan el terror, la mediocridad. La prueba es insensata, pero en ella esos muchachos alcanzan el plano de la grandeza, no sólo por su modo de emprenderla, sino también por el perdón y la amistad que prevalecen a la postre. Lo baladí cede el paso a lo trascendental. La venganza errónea de “hermanos” desemboca en una liberación: Juan reacciona como un animal salvaje ante su crimen –un indio falsamente acusado de violar a su hermana–, doma un caballo, simbolizando así su triunfo ético, y en el colmo de su purificación libera a los siervos de su hacienda. Sólo “El abuelo” está fuera de la serie, aunque su argumento no se aparta de la atmósfera pasional de todo el libro.
Cuando Mario Vargas Llosa obtuvo el premio de “La Revue Francaise” –en cuyo jurado estaba el autor de estas líneas– a pocos se le ocultó que surgía un nombre nuevo y promisor para la literatura peruana. Becado posteriormente en España, presentó “Los Jefes” al premio “Leopoldo Alas”. Ganó ese concurso debido a que, sin caer en el matiz localista, “Los Jefes”, de acuerdo a lo que afirma uno de los miembros del tribunal que le discernió la recompensa, “es como un ofrecimiento, como una aportación grande y generosa de un mundo nuevo, valiente e impulsivo a la antigua y cansada cultura occidental”., El fragor de combate que poseen las historias del volumen de Vargas Llosa no ensordece esa vibración delicada, sutil, viva, que constituye en ellas la vigencia del amor limpio que sus personajes manifiestan por la existencia. Tales como son, el duelista de “Arreglo de Cuentas”, los cabecillas de “Los Jefes” o los jovenzuelos de Miraflores de “Día Domingo”, se revelan como posibilidades creadoras y positivas, ya que las energías o los desánimos que los llevan a las aventuras sin objeto son trasunto de una riqueza interior desdichadamente perdida, derrochada en la provincia, en la pereza, en el odio. Aunque el autor no lo dice –ni tiene, en verdad, por qué decirlo–, de la primera línea a la última se descubre que la materia humana que en ellas se expone está dispuesta a ser modelada para la construcción de un mundo mejor por medio de la justicia, la educación y la solidaridad. Imagen de una sociedad en crisis, “Los Jefes” apunta que dicha crisis no es de decadencia sino de desarrollo, pues únicamente en una comunidad en estado elemental, plena de posibilidades, se hallan esas personalidades en rebelión que anteponen al fracaso el riesgo lustral que las salva. Mario Vargas Llosa apuesta por el sí en el dramático juego del futuro peruano.
Texto originalmente publicado el 04 de octubre de 1959.