(Foto: Presidencia)
(Foto: Presidencia)
Mabel Huertas

A estas alturas del camino, pocas cosas en la política nos devuelven esperanza. El escepticismo se ha apoderado de las generaciones adultas, que han visto cómo desde el retorno a la democracia en el cambio de siglo ninguna institución se ha fortalecido salvo la corrupción, y a las generaciones más jóvenes poco les interesa la política. Esa desafección sumada a la supervivencia de todos los días en las urbes y a la ausencia de Estado en el interior del país hacen que esta crisis política, para muchos, pase desapercibida (ya sabrán que el Perú no es Twitter) y que otros simplemente levanten la ceja al escuchar al nuevo presidente de la República, .

La situación empeora si objetivamente analizamos cómo es que Vizcarra ingresa a la casa de Pizarro: no tiene un partido político ni una maquinaria de operadores, no hay lealtades cultivadas en la bancada oficialista, ni qué decir de la tensa relación con su vicepresidenta y congresista Mercedes Araoz, sobre la cual la población ha tomado nota –en una encuesta de inicios de mes realizada por Datum, el 71% consideraba que había entre ellos una lucha de poderes–, a eso se suma la izquierda ansiosa por elecciones generales, que siempre estará al acecho para imponer su proyecto ideológico, y el fujimorismo, bueno… el fujimorismo es impredecible.

La verdad es que no es una realidad tan diferente a la del ex presidente Pedro Pablo Kuczynski. Sobre estas mismas páginas describimos su inoperancia política al enfrentar, por ejemplo, temas tan cotidianos como la huelga de maestros, para luego ir de tumbo en tumbo. Sin embargo, hay quienes, en estas claras debilidades que podrían condenar a Martín Vizcarra al fracaso, avistan fortalezas. El ex gobernador regional no carga con los pasivos de partidos políticos, nadie lo identifica dentro de un círculo de poder –81% de la población no lo ubicaba como vicepresidente en la encuesta realizada por Ipsos hace algunas semanas–, su presente no está hipotecado, no tiene que satisfacer a nadie más que a la población, enganchar con el sentir de la gente y encontrar en ellos la legitimidad. Esta es una carta que PPK jamás jugó porque vivía en otra dimensión, en el universo sanisidrino, en el mundo paralelo de Choquehuanca ahí donde, según Kenji Fujimori “sirven almuerzos de la conch…” y todo es “transparencia y honestidad”, como lo dijo el mismo Kuczynski la noche en que presentó su irreflexiva renuncia.

Ahora, el circunstancial presidente debe encontrar esa legitimidad en los ciudadanos, el as bajo la manga con el que tendrá que despertarnos de ese estado de resignación zombie en el que estamos. También debe emocionarnos, y ya que los discursos no emocionan, debe pasar rápidamente a la acción y demostrar que es capaz de liderar. La oportunidad está ahí, en ese demoledor 82% de desaprobación del desempeño del Congreso de la República (según GFK). Esta es una ventaja valiosa que debe saber exprimir para, en los cien primeros días de gobierno, posicionarse como un líder, pero, sobre todo, como un reformador que orille al Parlamento a realizar debates serios sobre cambios estructurales que coloquen candados a la corrupción en los partidos políticos y en los diferentes poderes del Estado, y a una modificación responsable e integral de la ley electoral. Las reglas de juego deben cambiar y para ello no necesita desatar una nueva guerra entre el Parlamento y el Ejecutivo. En cambio, sí requiere el apoyo de un gran sector de los peruanos que ansiamos presenciar tan solo síntomas del inicio de una transformación que no dudamos, es un proceso largo.

¿Podrá este moqueguano de aspecto campechano y sin mayor parafernalia asumir el reto o será un gobierno agonizante que nos hará desear despertar en el 2021? Por ahora poco sabemos sobre su estilo de gobernar, pero si su actuar es prudente, como lo demostró al guardar silencio cuando el propio oficialismo lo arrinconó para exigirle una renuncia frente a la vacancia, vamos por buen camino. Que empiece la luna de miel.