Maritza Paredes

El asesinato de 13 trabajadores terciarizados de la minera La Poderosa en Pataz ha conmocionado al país. El crimen ha sido atribuido a bandas criminales, que ya no solo actúan en zonas urbanas sino que ahora, ante mayores facilidades operativas, se expanden hacia zonas rurales. Pero sería un error pensar que estamos frente a un fenómeno puramente criminal. Lo ocurrido en Pataz no se explica solo por la acción de estas bandas: es la expresión más visible de una dinámica más compleja, en la que múltiples economías ilegales —oro, cocaína, madera, tráfico de tierras, trata de personas— se disputan territorios, recursos y cadenas de valor en regiones donde el Estado convive, se repliega o incluso se entrelaza con estos actores.

En este ecosistema, la minería de oro se ha convertido en la actividad más rentable: su precio internacional supera los US$74 por gramo, suficiente para financiar retroexcavadoras, redes de corrupción, violencia armada y campañas electorales. La expansión de estas economías atrae y fortalece un “músculo violento” que las protege: más dinero significa más armas, redes e impunidad. La violencia se vuelve no sólo inevitable, sino funcional. Esta vez fueron trabajadores; otras veces, líderes indígenas, comuneros o defensores ambientales. En Ucayali, la ORAU (base de AIDESEP) y la Asociación Pro-Purús han registrado decenas de amenazas a comunidades indígenas y estima que el 45% de la deforestación se debe al narcotráfico.

Suele decirse que todo esto es consecuencia de la “ausencia del Estado”, como si bastaran nuevas normas, penas más duras o más presupuesto. Pero no es tan simple. En el caso de la minería informal, la estrategia del REINFO fracasó. Convertir una declaración de intención en un permiso provisional, sin fiscalización ni acompañamiento, legitimó actividades ilegales. A ello se suma una reducción presupuestal en esta materia durante el actual gobierno. Pero la experiencia en otros sectores, como el forestal, ya dejó una lección clara: la emisión de normas o fondos no sirve si esa supuesta “presencia estatal” es saboteada por arreglos entre élites políticas e intereses ilegales que institucionalizan estas actividades. En muchos territorios, lo que hay no es un Estado ausente, sino capturado.

Donde las alternativas económicas para pequeños agricultores son escasas, el margen para el ingreso y consolidación de estas actividades es amplio. Pero no todos los actores se benefician igual: mientras más arriba en la cadena de valor, mayores las ganancias. Diversos actores, de distintos niveles, se reparten beneficios. En ese contexto, no es raro ver autoridades que no solo permiten, sino promueven estas actividades. La colusión y la impunidad son tales que algunos funcionarios procesados por estos vínculos retornan al poder e incluso postulan al Congreso. A nivel nacional, el debilitamiento del Ejecutivo y el fortalecimiento de un Congreso sin contrapesos ha abierto espacio para la representación política directa de estas redes. Las consecuencias están a la vista: la modificación regresiva de la Ley Forestal y la probable nueva prórroga del Reinfo son solo ejemplos.

Ante esto, medidas como estados de emergencia, bases militares o prohibiciones generales son apenas maquillaje. No van a la raíz del problema. Sirven para aparentar acción, pero no para resolver. Y si seguimos en esa línea, pronto lamentaremos nuevas víctimas. Se necesita investigación e inteligencia criminal, no operativos improvisados. Eso no se construye de la noche a la mañana con una Policía en crisis: hace falta una comisión independiente, con mandato específico y capacidad real de investigación. También se puede aprender del pasado: en la lucha contra el narcotráfico en el Alto Huallaga en los años noventa, se logró diferenciar entre actores armados, narcotraficantes y agricultores, y se apostó por proyectos alternativos para estos últimos por muchos años con la emergencia de una política regional más saludable. Esa experiencia mostró que sólo cuando se reconoce la heterogeneidad de actores y se construyen salidas reales, se puede frenar la espiral de violencia.

Pero nada de esto bastará si no se enfrenta el corazón del problema: la colusión entre economías ilegales y la erosión del sistema político y la democracia. Es indispensable regular el financiamiento electoral, vigilar a jueces, fiscales, policías y autoridades, y romper los pactos de impunidad que permiten operar con legitimidad y protección institucional. El problema no es solo la falta de fuerza, sino la interacción entre instituciones débiles y élites políticas y económicas que se benefician del extractivismo ilegal. La respuesta debe ser democrática, territorial, informada y no puede reducirse a la militarización.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Maritza Paredes es Socióloga PUCP

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