Hay algo que no podemos negar: el presidente está cumpliendo con aquello que se encontraba en el ideario de Perú Libre presentado ante el JNE (nueva Constitución, extremistas de izquierda gobernando, etc.). Más bien, aquellos que le confiaron su voto ¿no estarán pecando de ingenuos al suponer que su acción en el gobierno iba a ser distinta?
No obstante esta interrogante planteada, hay algunos hechos que no podemos pasar por alto, y uno de ellos es la inconsistencia de la palabra del presidente. Aquí no hago alusión a su pobre capacidad oratoria, sino a lo peligroso que termina siendo confiar en su palabra.
Aparentemente nos encontramos ante alguien sin suficiente carácter, que no puede sostener en el tiempo sus ofrecimientos. Al recibir sus credenciales como presidente hizo un llamado a la unidad y a la mesura, pero en su mensaje a la nación de 28 de julio reiteró su deseo de convocar a una asamblea constituyente y al día siguiente nombró primer ministro a un investigado por apología al terrorismo como Guido Bellido. Este acto está generando un terremoto en nuestra economía, que amenaza con destruir en muy poco tiempo lo avanzado en 3 décadas.
Estos hechos me hacen reflexionar sobre un problema estructural de nuestro país que en 200 años no hemos podido resolver. Este es la endémica crisis de confianza que existe en nuestra sociedad. El capital de un político se basa en la confianza que este pueda proyectar hacia la ciudadanía y esta se logra actuando con coherencia, transparencia, honestidad, templanza y prudencia. ¿Vemos estas virtudes en nuestro actual presidente? ¿Podemos asegurar que las decisiones que está tomando son resultado de una adecuada reflexión? ¿Por qué no permitió el ingreso de la prensa a la juramentación del Gabinete Bellido? ¿Es realmente él quien gobierna? Si una autoridad no genera confianza, su credibilidad y legitimidad se debilita.
La política debe ser entendida como la búsqueda de consensos y la primacía del diálogo frente al conflicto. El presidente antes de seguir atizando las contradicciones sociales –como pareciera hacer hasta el momento– y antes de destruir todo lo avanzado en las últimas décadas debe entender que ha ganado la elección con votos prestados, que la campaña ya acabó, que la mayoría de peruanos no comulgan con las ideas de su jefe partidario, que ahora gobierna para todos los peruanos y que si continúa por una senda extremista, su final puede ser muy abrupto.
La gloria del militar puede hacerse en el conflicto y en la guerra. Pero la gloria del político se construye en la paz social y la búsqueda del bien común. Esperemos que Castillo cuente con la habilidad necesaria para salir del laberinto en el que se ha metido y escuche las voces que lo conduzcan a la salida y no a las fauces del minotauro.
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