“Los narcisistas, convencidos de su superioridad, nunca aceptan perder en ninguna contienda. La amenaza a su ego es demasiado catastrófica”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Los narcisistas, convencidos de su superioridad, nunca aceptan perder en ninguna contienda. La amenaza a su ego es demasiado catastrófica”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Raj Persaud

El presidente estadounidense ha en la , sin ofrecer lo que cualquiera consideraría evidencia real, más allá del hecho de que los votos a favor de su contendiente demócrata, , siguen aumentando en estados en los que Trump lideraba inicialmente el conteo. El presidente ya ha anunciado su intención de llevar la elección a la Corte Suprema. Sin embargo, las denuncias de fraude podrían ser parte de una estrategia psicológica, hábilmente ejecutada por un manipulador magistral. Si es así, Trump quizá esté allanando el camino para persuadir a grandes cantidades de estadounidenses de rechazar su derrota.

Un estudio científico realizado el día antes y en la mañana de la , que analizó los cambios de actitud en 1.000 adultos estadounidenses en edad de votar, determinó que la exposición a una retórica conspirativa sobre interferencia electoral produjo un profundo efecto psicológico. En particular, condujo a emociones negativas agudizadas (ansiedad y furia) y minó el respaldo hacia las instituciones democráticas.

El estudio, recientemente reproducido en “Research & Politics”, determinó que quienes habían estado expuestos a teorías conspirativas sobre un fraude electoral estuvieron menos dispuestos a aceptar los resultados de la elección, y se volvieron menos propensos a admitir el resultado cuando este amenazaba sus objetivos partidarios. Sus autoras, Bethany Albertson y Kimberley Guiler, de la Universidad de Texas, sostienen que las acusaciones de fraude electoral sacuden los propios cimientos de la democracia. Por ejemplo, pueden hacer que la población dude sobre si debería haber transferencias no violentas de poder luego de una elección amañada.

El estudio sostiene también que las teorías de conspiración política pueden tener consecuencias ominosas, amplias y duraderas, como reducir la participación política, la confianza en el gobierno, la fiabilidad en las elecciones y la fe en la democracia. Las historias de fraude electoral después de una elección, asimismo, pueden afectar profundamente el estado mental de los votantes. Además de volverse más enojados y ansiosos, los votantes que participaron en el estudio también reaccionaron con mayor tristeza e indignación, y tanto demócratas como republicanos dijeron sentirse menos entusiastas y esperanzados.

Las autoras concluyen que los estadounidenses son vulnerables a las acusaciones de fraude electoral.

A lo largo de su presidencia, y en las dos campañas electorales en las que ha participado, Trump ha demostrado una y otra vez que percibe mejor el estado mental de su electorado que los intelectuales de Estados Unidos. Estos últimos podrían desestimar sus acusaciones de fraude y considerarlas simples reacciones infantiles de un mal perdedor, pero hay un método psicológico para sus argumentos (aparentemente disparatados).

Otro estudio publicado en “Political Research Quarterly” examinó por qué tantos estadounidenses son proclives a creer que el fraude electoral existe. El estudio, liderado por los politólogos Jack Edelson y Joseph Uscinski, sugiere que algo de responsabilidad puede recaer en un pensamiento conspirativo profundamente arraigado. Los autores señalan que existe una fuerte vinculación entre sentimientos de impotencia y paranoia conspirativa. Por ende, es más probable que los simpatizantes del perdedor sospechen de engaños.

Después de la derrota del republicano Mitt Romney en el 2012, observan los autores, el 49% de los republicanos creía que un grupo activista demócrata había robado la elección en favor del presidente (solo el 6% de los demócratas creía esto). De la misma manera, luego de la elección del 2000, el 31% de los demócratas creía que George W. Bush había robado la presidencia (solo el 3% de los republicanos coincidía con ellos).

Los autores, así también, sostienen que algunas medidas destinadas a combatir las percepciones de fraude electoral –como leyes de identificación de votantes más estrictas– en realidad podrían empeorar las cosas.

Finalmente, citan un estudio previo que revela que los perdedores descontentos cuestionan prácticamente todas las elecciones presidenciales en Estados Unidos. La acusación de fraude de Trump en esta elección ha llevado esta práctica a un nivel nuevo y potencialmente peligroso, con consecuencias psicológicas y políticas impredecibles.

Los narcisistas, convencidos de su superioridad, nunca aceptan perder en ninguna contienda. La amenaza a su ego es demasiado catastrófica. A su modo de ver, nadie puede derrotarlos limpiamente. Las acusaciones de engaño, por lo tanto, tienen absoluto sentido desde un punto de vista psicológico. Protegen el ego ante la amenaza que implica perder. Pero los simpatizantes tal vez no llegan a apreciar la vulnerabilidad psicológica de su líder. Seguidores y líderes, entonces, forjan un vínculo de negación ante un resultado emocionalmente angustiante.

La estrategia pasiva de Biden de “esperar y ver” puede ser psicológicamente ingenua, y reflejar una falla a la hora de entender el poder emocional de las fuerzas subconscientes que se desataron en su contra. El equipo de Biden debería haber anticipado y haber estado más preparado –política y no solo legalmente– para las maniobras de Trump.

La historia ha demostrado una y otra vez que cuando el narcisismo, la angustia emocional y la negación se combinan y se ponen en marcha, la democracia corre el peligro de resultar pisoteada.


–Glosado y editado–

Project Syndicate, 2020